LA RAZÓN JUSTIFICATIVA DEL IMPUESTO estriba en los beneficios de todo orden que el individuo reporta de la vida en sociedad y de la acción directiva y protectora del Estado: respecto de la vida, amparo a la propiedad, protección a la libertad Individual, oportunidades para el cultivo intelectual y físico, garantía de los mismos beneficios para las generaciones futuras, cuantos bienes morales y materiales proporciona el gobierno en una sociedad bien organizada.

Dándole a este principio una aplicación un tanto restringida y taxativa, algunos han dicho que el impuesto es el pago que el individuo hace al Estado por la protección que le da para acrecentar su eficiencia económica al amparo de las leyes, lo que sugiere la idea de una compensación –do ut des–, que naturalmente implica equivalencia entre lo que se da y lo que se recibe.

Ahora bien, fijar la relación de equidad que existe entre el impuesto con que el individuo contribuye para los gastos gubernamentales y los beneficios que recibe del Estado, es cosa que no se puede siquiera intentar. Son tan variados los servicios que el Estado presta al individuo, de índole tan diferente en su naturaleza misma y en sus resultados, y tan difíciles de apreciar en una cantidad determinada de dinero que no llegaría jamás a encontrar una proporción si quiera relativa entre el valor de esos servicios y la cuota de patrimonio individual con que cada uno contribuye para los gastos públicos.

Si ese principio se fuera a poner en práctica en sus últimas consecuencias, daría origen a cuestiones interminables sobre la cuantía de los impuestos, pues habría que entrar a decidir en cada caso particular si un individuo estaba más protegido que otro por el Estado o si reportaba mayores beneficios de esa protección, lo que conduciría a un bizantinismo absurdo.

De acuerdo con los principios de la ciencia moderna y con el concepto social y político de la misión fiscal del Estado, el individuo no contribuye para los gastos públicos según la mayor o menor protección y oportunidades que el Estado le da, ni según los mayores o menores beneficios que de ellas reporta. En toda sociedad hay siempre un número más o menos considerable de personas que, recibiendo protección y beneficios de todo género por parte del Estado, no puede contribuir o contribuye en muy escasa proporción para los gastos públicos, pero el principio de la solidaridad social y del mutuo apoyo entre todos los miembros de la comunidad que forman el Estado, exige que los que más pueden paguen por los que pueden menos, o en otros términos, que los más favorecidos costeen la protección que del Estado reciben los unos y los otros.

Lo que el gobierno gasta en proteger al millonario y en fomentar su perfeccionamiento en todo sentido, suele no ser mucho más de lo que invierte en asegurarle al obrero y a su familia el goce de sus derechos y darle oportunidades para su desarrollo; pero el obrero y el millonario son miembros de un mismo organismo social, en el que cada uno hace su parte de labor y cumple su misión de acuerdo con su respectiva capacidad. Si el millonario no contribuye para que el obrero se eduque, no habrá con qué hacer el gasto que aquella educación ocasiona, y el decaimiento de las industrias, el retroceso del Estado y, por consiguiente, la ruina de los mismos capitalistas, serán las consecuencias de la falta de perfeccionamiento de aquella clase social.

De la clara compensación de estos hechos ha venido el concepto filosófico moderno del impuesto, en virtud del cual cada individuo nace con la obligación de contribuir para las necesidades y gastos del Estado, en armonía con su facultad o capacidad de pagar el tributo. Con una aplicación correcta de este principio se consultan hasta donde es posible la justicia distributiva, el interés del fisco y la conveniencia de los asociados, pues ni el Estado extorsiona al individuo gravándolo más allá de lo que corresponde a sus facultades pecuniarias, ni el individuo escapa al cumplimiento de sus obligaciones dejando de pagar un impuesto que está dentro de sus recursos.

Este principio es la norma más correcta y conforme con la noción moderna del impuesto para juzgar los diversos sistemas tributarios y decidir acerca de su bondad. Un régimen de contribuciones públicas en que hay individuos o clases que no aportan al erario lo que les corresponde en relación con las entradas que tienen, o mejor dicho, en que unos aportan más de los que pueden, otros menos y muchos absolutamente nada, tiene que ser un sistema de desigualdad, perfectamente inarmónico con el concepto jurídico y social de esta importante función del ciudadano. Si las aplicaciones de este principio son con frecuencia deficientes, por la natural limitación de las capacidades humanas, no es esta razón para que, siendo como es el que mejor consulta los dictados de la justicia y los intereses del individuo y del Estado, deje de tenérsele en cuenta siempre que se trate de juzgar un sistema tributario, de implantarlo, modificarlo o sustituirlo.

Desde los tiempos de Adam Smith, los expositores de Hacienda Pública han venido formulando, con más o menos precisión, ciertas máximas o reglas generales respecto de los requisitos que deben llenar los impuestos, así en lo que toca a los intereses del fisco, como a los de los contribuyentes. Estos requisitos esenciales, según las distintas teorías de los tratadistas, en resumen son:

1. Los impuestos deben ser eficaces, es decir, procurar al Tesoro Público la mayor suma posible de entradas, pues no vale la pena establecer tributos cuyo rendimiento es insignificante.

2. Deben ser económicos para el fisco, esto es, administrarse con la menor erogación posible. Un impuesto que demande un gasto de recaudación tan considerable, que solo deje a favor del Tesoro un saldo de poca monta o no deje ninguno, es una carga impuesta al público sin beneficio para la nación y únicamente en provecho de los encargados de recolectarlo. Igual sucede con aquellos impuestos que requieren para su cobro y manejo un tren de oficinas y de empleados subalternos tan dispendioso, que no guarda relación con su producto. En este caso, si el gasto no se puede disminuir sin afectar el rendimiento del impuesto, la supresión de este se impone de manera ineludible.

3. Los impuestos deben ser, hasta donde sea posible, elásticos, de manera que en un momento dado se puedan acrecentar, para atender a necesidades imprevistas y a circunstancias extraordinarias que impongan un aumento de los gastos públicos. No es posible que todos los impuestos que se recaudan en un país llenen esta condición, pues muchos de ellos están limitados en su rendimiento por circunstancias económicas o de otro orden, que hacen imposible aumentarlos en una cifra considerable. Pero el principio tiende a demostrar la necesidad y conveniencia de que aquellos impuestos que representan la principal fuente de entradas del fisco sean susceptibles de aumento y constituyan un verdadero recurso fiscal, cuando circunstancias y sucesos excepcionales, que con frecuencia se presentan en la vida de las naciones, impongan la necesidad de ensanchar los gastos públicos, especialmente cuando vitales intereses del país o la causa misma de su soberanía están amenazados. Si en aquellos momentos anormales el Estado no cuenta con un sistema tributario dotado de la elasticidad suficiente para atender a esa nueva exigencia de la vida nacional, no le queda otra solución que crear nuevos impuestos o rentas, o solicitar dinero prestado dentro o fuera del país.

4. Los impuestos no deben causar desaliento a las industrias. Esto pasa con aquellos tributos tan crecidos en relación con el rendimiento de ciertas empresas, que es más lo que de él entra a las arcas públicas que lo que llega al bolsillo de los industriales. Cuando esto sucede y el individuo palpa que está trabajando únicamente en beneficio del fisco, toma uno de dos caminos: o se deja invadir por el desaliento y abandona la industria, con grave perjuicio para los intereses generales, o resuelve hacer un esfuerzo y poner en juego todos los recursos de su ingenio para burlar una ley odiosa que no se cree obligado a obedecer. Entonces viene el contrabando en grande escala, perseguido y castigado por el Estado con tanto más rigor, cuanto mayores son las tentaciones para incurrir en él, por los pingües rendimientos que deja, es decir, que se establece una lucha entre el Estado y el individuo en donde aquél lleva la peor parte, porque su causa tiene por base un principio censurable. En
ese caso, como dice Adam Smith, “la ley, contra todos los principios ordinarios de justicia, crea primero la tentación y luego castiga al que cae en ella”.

5. Los impuestos se deben administrar y recaudar de manera que se cause la menor mortificación posible al contribuyente. Es este un principio general de la Ciencia financiera, cuya aplicación es por todo extremo difícil y al que dedican atento estudio todos los gobiernos.

La principal dificultad consiste en fijar con precisión la línea divisoria entre la lenidad excesiva, que constituye una complicidad en la violación de la ley por parte de los recaudadores de rentas públicas y aquellos procedimientos propios de los pueblos cultos, que sin afectar el fondo del sistema, tienden a suavizar una medida que la naturaleza humana no acepta siempre con beneplácito.

Una cosa es la correcta recaudación del impuesto, sin permitir el fraude ni contemporizar con indebidas exigencias de los contribuyentes; y otra la exacción inmoderada o exenta de equidad, o las formas exteriores rudas que tienden a hacer odioso el gravamen; aunque no es infrecuente el caso de que el contribuyente confunda las dos cosas y se declare víctima de procedimientos inquisitorios y arbitrarios, únicamente porque se le exige el pago de lo que justamente debe.

6. El impuesto debe ser cierto, sin dejar campo alguno a la arbitrariedad, es decir, que en virtud de las disposiciones legales o gubernamentales que lo establecen, todo individuo debe saber siempre, con absoluta precisión, cuál es el monto del tributo, en qué forma debe hacer los pagos, en qué tiempo han de efectuarse, a qué funcionario y en qué lugar se debe hacer la consignación. Si todas estas circunstancias de cantidad, tiempo, modo y lugar no se establecen de manera precisa, y se les deja a los encargados de recaudar el impuesto un campo más o menos extenso para la arbitrariedad, el sistema se desacredita, y los funcionarios del fisco se hacen más antipáticos para el público de lo que ordinariamente son por razón de su oficio.

Esta falta de certidumbre, especialmente en lo que toca a la cuantía del impuesto, se observa con frecuencia en el régimen aduanero, por la poca claridad y precisión en las tarifas. En los Estados Unidos, por ejemplo, el comercio se puede decir que está a merced de los numerosos empleados subalternos encargados de administrar la renta y de las interpretaciones más o menos arbitrarias que estos funcionarios les dan a las confusas disposiciones reglamentarias de aquel sistema. Y si esto sucede en un país de tan extraordinario espíritu de organización, piénsese en lo pasará en otros menos recomendables desde este punto de vista.

7. Los impuestos deben ser recaudados en el tiempo, forma y lugar que más convenga a los intereses de los contribuyentes, hasta donde lo permitan las circunstancias. Cuando el impuesto grava artículos de consumo, naturalmente se paga a tiempo de adquirir estos objetos para consumirlos; los impuestos periódicos, como los que gravan la renta, se deben cobrar en el tiempo en que según las costumbres de cada localidad es presumible que el tributario haya percibido ya el valor de esta renta, a fin de que le sea más fácil hacer el desembolso; los impuestos que pesan sobre la propiedad rural generalmente se acomodan a la época en que se recogen y venden las cosechas. En cuanto a la forma, usualmente se hacen pagos en dinero, o en cheques o letras autorizadas por establecimientos respetables de crédito.

Respecto del lugar, se acostumbra poner las recaudaciones de los impuestos al alcance posible del contribuyente, y cuando por la naturaleza especial del tributo, como cuando se trata de derechos de Aduana, no es posible que haya en cada localidad colectores de hacienda para este efecto, es práctica muy usual que los pagos se hagan por medio de giros del Administrador de la respectiva aduana contra los comerciantes y a favor de los recaudadores locales de Hacienda Nacional, para que a estos se les pague el valor del derecho causado por la mercancía, no sin tomar de antemano medidas de seguridad que garanticen el pago del impuesto, como fianza y otras cauciones colaterales.

8. Los impuestos deben ser iguales o uniformes, es decir, que debe haber equivalencia en las cargas que soportan los contribuyentes. Pero no se trata naturalmente de una igualdad absoluta o numérica, pues esto implicaría un impuesto por cabeza (poll tax), que equivaldría a una verdadera desigualdad efectiva –pues ricos y pobres pagarían la misma cantidad–, sino de una igualdad relativa o proporcional. Aquí viene una primera aplicación del principio antes enunciado, de que cada individuo debe contribuir para las cargas del Estado en proporción con su facultad o capacidad para pagar tales impuestos.

Este es el único criterio racional y justo para estimar la igualdad de los tributos y la uniformidad con que pesan sobre los asociados: cualquiera otra base de apreciación es más o menos arbitraria y se presta a aplicaciones incompatibles con la equidad que debe presidir a la repartición de las cargas públicas.

El que más puede debe pagar más; el que menos debe pagar menos. Es este principio fundamental el que distingue las modernas finanzas públicas de las de la Edad Media y de los primeros años de la presente, pues en aquellos tiempos el principio era inverso: los que más podían eran, por regla general, los que menos pagaban, y los más incapaces para contribuir quedaban aplastados bajo el peso de las imposiciones; el pueblo, que vivía del trabajo, contribuía con todos sus recursos para los gastos del gobierno; al paso que los nobles, el clero, los señores feudales, dueños de extensas propiedades. y favorecidos con todo género de privilegios, tributaban en muy escasa monta o no tributaban en absoluto.

Si se estudian las instituciones fiscales de las empresas en pueblos civilizados de Europa y América, se advierte en ellas el esfuerzo que gobiernos y cuerpos legislativos hacen constantemente por acomodar la imposición y recaudación de las contribuciones públicas a los principios atrás enumerados, y las conquistas que el nuevo concepto político filosófico de las relaciones entre el individuo y el Estado han hecho en el campo de las finanzas públicas.

El impuesto no solo debe afectar a los nacionales o domiciliados en el país donde se recauda, sino también a los extranjeros, por los beneficios que bajo la protección del Estado obtienen de propiedades, empresas o negocios radicados en él; y esto aun tratándose de individuos que no residan en el territorio donde el impuesto se hace efectivo, pues a las personas no se les grava en relación con su estado civil o internacional, sino como dueñas o usufructuarias de propiedades o empresas situadas dentro del país.

Es bien sabido que tratadistas de merecido renombre han llegado a sostener que los nuevos impuestos no afectan la situación económica general del pueblo ni les causan grave daño a los contribuyentes, por la razón de que todo gravamen nuevo crea en el individuo una nueva capacidad para contribuir, por el estímulo que ejerce sobre la actividad humana todo lo que tiende a contrariarla.

Estas teorías han sido completamente desechadas por la ciencia moderna, como inconducentes o peligrosas. Si el nuevo gravamen es creado por necesidades imperiosas del gobierno, o tiende a satisfacer exigencias del bien común, y si por otra parte se impone y se recauda de acuerdo con los sanos principios financieros y se invierte sabiamente, su aparición en el sistema tributario del país, sin ser de causa directa de desarrollo industrial y económico, obra indirectamente en bien de la comunidad, porque tiende a hacer más eficiente y provechosa para todos la acción del gobierno. Si ese nuevo impuesto tiene por objeto reemplazar antiguos gravámenes, por ser más conforme con las circunstancias especiales del país y con los principios científicos, su creación es cosa buena y recomendable en cuanto sustituya cargas pesadas o desigualmente distribuidas, por otras que consulten mejor las conveniencias públicas.

Si el impuesto de nueva creación afecta los productos de determinada industria, con el fin de propender a su desarrollo y a darle facilidades para su explotación, puede ser por el momento un gravamen poco satisfactorio para los interesados en ella; pero si su imposición tiene un objeto perfectamente claro, será a la larga un estímulo para las empresas y un factor de progreso. Esto sucede cuando se gravan los productos de una industria nacional para construir vías públicas que faciliten y aceleren su transporte, o para abrirles nuevos mercados o librarlos de una competencia ruinosa. En síntesis, un concepto de necesidad o de notoria utilidad debe presidir siempre la creación de nuevos impuestos.

Es clásica la distinción que se ha hecho de los impuestos en directos e indirectos, es decir, entre los que recaen directamente sobre el individuo a quien se desea gravar con ellos y los que lo afectan de modo indirecto. De las largas disertaciones de los tratadistas sobre esta materia, solo se saca en conclusión que no es posible señalar de manera precisa la línea que separa unos de otros gravámenes, hasta el punto de que se pueda decir, en cada caso particular, este impuesto es directo y aquel indirecto, pues hay incidencias y translaciones de estas cargas que muy a menudo las hacen gravitar, no sobre aquellos que la ley ha tenido en mira al establecerlas, sino sobre otras personas ligadas al contribuyente titular por vínculos económicos de diversa índole.

Así, el impuesto sobre la propiedad suele gravar en definitiva al colono o arrendatario; el que afecta una industria, grava a los consumidores de los productos de ella, y podrían multiplicarse los ejemplos, pues en el constante flujo y reflujo de los sucesos económicos, no es siempre fácil seguir un fenómeno determinado en todo el curso de sus ramificaciones y derivaciones. Pero en tesis general, sí se puede decir que son impuestos directos los que gravan a la persona o la propiedad de aquellos sobre quienes se espera que recaigan, e indirectos los que se imponen sobre objetos de consumo u operaciones industriales y afectan, en definitiva, no solo al comerciante, intermediario o industrial que los paga en primer término, sino a los que consumen estos objetos o productos de aquellas industrias.

Las ideas de sabios, legisladores y pueblos se han modificado mucho a este respecto. Las clases cultas de los países modernos no miran ya el impuesto como una extorsión del Estado a los contribuyentes o como confiscación de que cada cual se debe defender como pueda, ni tienen esa repugnancia invencible que antes mostraban para contribuir directa y francamente para los gastos públicos. Hoy el pago del impuesto es, para muchos, una función cívica de la mayor importancia, atributo del ciudadano, acto de solidaridad social y de equidad política, vinculación del individuo a una entidad de carácter permanente que lleva en sí la suerte de las generaciones futuras. El tributo no es dádiva gratuita, como para una obra de beneficencia, o forzada entrega del dinero que se hace al mandatario para escapar a sus represalias; es la cuota del patrimonio individual con que cada persona debe contribuir para la obra o empresa común que se llama el Estado. Es esta una función que se ejerce hoy de manera más franca, más consciente y más espontánea.

Por otra parte, los gobiernos han ido descartando con más o menos lentitud la idea de la mayor facilidad o de la menor resistencia como base de los sistemas tributarios, para poner más cuidado a las circunstancias económicas y a la repartición justa y proporcional de las cargas públicas.

Sin que hayan desaparecido los impuestos indirectos, sí se han modificado sustancialmente en algunos países, haciéndolos menos onerosos para las clases bajas y más adecuados al desarrollo industrial y económico; y, hasta donde lo han permitido las circunstancias propias de cada localidad, van cediendo el paso a las contribuciones directas, cuyos benéficos resultados en ciertos países han hecho esta labor en la conciencia pública, pues no han faltado estadistas de grande autoridad que hayan abogado por la completa abolición de los tributos indirectos, para dejar únicamente como fuente de entradas para el fisco los impuestos directos.

Siendo el pago del impuesto una obligación elemental del individuo, como la de obedecer las leyes, abstenerse de cometer delitos y contribuir a la defensa del Estado, no se ve razón alguna para que, con prescindencia de fundamentales principios de orden moral y económico, se trate aquella obligación en una forma absolutamente distinta, esforzándose por hacerla llevadera, aunque sea injusta, disimulada e insensible, aunque sea opresiva para la comunidad.

Esto no quiere decir que se deban desaparecer en absoluto los impuestos indirectos, pues hay algunos que, prestándole al fisco servicios de importancia, están en perfecta armonía con los principios de las sanas finanzas, como son los que se cobran sobre aquellos objetos que alimentan los vicios y estimulan el lujo y los que se hacen efectivos sobre artículos de procedencia extranjera que en un momento dado pueden causar, por una competencia desventajosa, la ruina de industrias nacionales que merezcan la protección del Estado. Por otra parte, un sistema tributario de vieja creación, que ha echado profundas raíces en las costumbres y al que se ha amoldado ya el movimiento económico del país, no debe desaparecer de un momento a otro, a menos que se logre reemplazar totalmente por un sistema que dé mejores rendimientos; pero sí hacer el esfuerzo por modificarlo hasta donde sea posible, quitándole todo aquello que lo haga más digno de censura, siempre que por lo demás se le procuren al fisco entradas nuevas que llenen los claros que deje en el presupuesto de rentas el impuesto modificado.

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