HASTA EL MOMENTO la opinión pública no conoce un plan detallado –peso por peso, programa por programa, y no billón por billón– para rastrear cómo los recursos del Fondo de Mitigación de Emergencias (FOME) se usan para brindar atención en salud pública, atención humanitaria y una recuperación económica que será larga y compleja. Aparte de una inminente reforma tributaria, poco más se sabe.

Esta falta de información –que no necesariamente equivale a un mal uso de los recursos públicos– no les ha permitido a los actores económicos, la academia, las fuerzas políticas y la ciudadanía hacer una evaluación global y precisa de las medidas adoptadas, así como del impacto real de las decisiones tomadas en un escenario sin precedentes, que ha tenido como consecuencia la mayor crisis económica y social de la que se tenga registro en el país.

Desde el Observatorio Fiscal de la Pontificia Universidad Javeriana hemos venido haciendo seguimiento al desembolso de recursos públicos desde el FOME para la atención a la emergencia. La revisión comenzó en junio pasado, y comprende la lectura, análisis y clasificación de los decretos y resoluciones expedidos, así como de los contratos suscritos. Dada la cantidad de información y el complejo formato en que se presenta el detalle de los documentos, la primera aproximación tomó, en total, 26 días y medio –mucho más tiempo del que dispondrían aún los ciudadanos más interesados–.

Los recursos se han centralizado en el Fondo de Mitigación de Emergencias (FOME). Con corte al pasado 1 de febrero, este fondo contaba con 40,5 billones de pesos, y se habían desembolsado –lo cual no necesariamente equivale a ejecución– 22,7 billones. Los renglones que más dinero han recibido son el sector Salud (7,7 billones); Subsidios a la nómina (5 billones); el programa Ingreso Solidario (4,4 billones); transferencias a programas sociales (4,3 billones); y sectores como Justicia, Seguridad, Defensa y comercio, entre otros (1,2 billones).

Los hallazgos demuestran que, si bien es posible conocer los sectores y algunos programas hacia los que se han direccionado recursos, su ejecución, peso por peso, no es un proceso claro. Se sabe, además, qué entidades están recibiendo dinero, pero no todos los detalles del gasto de recursos. En muchos programas es posible determinar la magnitud del total de los recursos empleados, pero no se puede diferenciar el porcentaje de recursos que ha llegado a los destinatarios finales y el que corresponde a los procesos logísticos necesarios para sus operaciones.

Saliendo de la ‘cuarentena económica’

La pandemia aún no termina. Sin embargo, de un escenario de contención, el país ha pasado a uno de recuperación, buscando revertir los efectos adversos de la emergencia: el inicio del proceso de vacunación y la progresiva reactivación de servicios y actividades marcaron el banderazo.

El punto de partida es más grave que el previsto inicialmente. El Marco Fiscal de Mediano Plazo, presentado en junio de 2020, previó que el PIB decrecería un “5,5% en el año 2020 como consecuencia del choque” provocado por el covid-19 “y las medidas de aislamiento para la contención de la pandemia”. Sin embargo, hace unas semanas el DANE informó que la economía colombiana se contrajo 6,8% el año pasado.

La expectativa de una recuperación económica jalonada por una suerte de ‘efecto acordeón’ que refleje cifras altas de crecimiento en 2021 y los siguientes años es, no obstante, incierta. El rebote, señaló el Marco Fiscal de Mediano Plazo, “estaría condicionado a que el estado de los balances financieros de las empresas les permita financiar su capital de trabajo y, en particular, reabsorber la mano de obra”.

Las cifras que configuran el panorama del empleo en el país son dicientes. Según el reporte del DANE, el año pasado la tasa de desempleo fue del 15,9% –en comparación con el 10,5% con que cerró 2019–. Más de 3 millones 700 mil colombianos comenzaron 2021 en condición de “desocupados”, y enero de 2021 arrojó un total nacional del 17,3%.

La recuperación del empleo dará una idea de qué tan efectivas fueron las medidas adoptadas por el Gobierno nacional para proteger el tejido empresarial y el ingreso de los colombianos. El Programa de Apoyo al Empleo Formal (PAEF) ha sido la punta de lanza de este propósito. La iniciativa, que se extiende hasta marzo de 2021, consiste en una transferencia monetaria en la que el Gobierno nacional cubre $351.000 por empleado para las empresas elegibles.

El PAEF, sin embargo, excluyó a las microempresas con uno o dos empleados, y no introdujo mecanismos diferenciados para dar más apoyo a las empresas más afectadas. Así, las empresas cuyos ingresos cayeron, por ejemplo, 90% recibieron el mismo beneficio que aquellas con pérdidas del 20% –requisito mínimo para optar al programa–.

Un análisis prospectivo no debe dejar de lado que haber entregado subsidios sustanciales a las nóminas –más altos que los del PAEF– era una alternativa viable. Las actas de las reuniones del comité administrador del FOME dan cuenta de que –además de cálculos precisos– el Gobierno contaba con el dinero para brindar esas ayudas, pero decidió no hacerlo.

Según las estimaciones del comité (presidido y controlado por el ministro de Hacienda), el costo mensual de las nóminas del sector privado –referida a la remuneración de 2,3 millones de empleados formales– ascendía a 11,3 billones de pesos. De ese total, la nómina para empleados que ganaban menos de 5 salarios mínimos era de 9,2 billones de pesos. No todas las nóminas habrían requerido el subsidio. Si se parte del supuesto de que iba a destruirse uno de cada cinco empleos formales, el subsidio no habría costado más de 2,2 billones de pesos mensuales. Así, un subsidio a las nóminas entre abril, mayo y junio de 2020 habría costado 6,6 billones de pesos.

No es posible calcular el tiempo y el dinero que tomará recuperar los empleos perdidos durante la emergencia. Sin embargo, es razonable inferir que será mayor a lo que hubieran costado subsidios significativos a la nóminas.

Es una realidad que durante la emergencia se pusieron subsidios donde no era evidente que se necesitaran. Sólo un análisis econométrico riguroso dirá, con cifras, si esa fue la alternativa correcta. Pero el gobierno no es proactivo con la divulgación de los microdatos anonimizados que se requieren, y los datos agregados que se conocen hasta el momento no resultan alentadores: el DANE contabilizó que entre enero y octubre de 2020 en Colombia se cerraron cerca de 510 mil micronegocios.

El panorama social que se anticipa para los años por venir será complejo por un previsible retroceso en los avances que Colombia venía registrando en materia de lucha contra la pobreza. El dato más reciente, publicado en septiembre de 2020, dio cuenta de que en 2019 la pobreza monetaria fue 35,7%, un punto porcentual por encima de la registrada en 2018. La pobreza monetaria extrema también aumentó, al pasar de 8,2% en 2018 a 9,6% en 2019.

Decisiones y acciones por venir

La pandemia será la causa –pero también la justificación de muchas decisiones de política pública durante la próxima década. Lo será en prioridades de gasto, programas sociales e, incluso, plataformas electorales. Y lo será también en materia tributaria.

La reforma tributaria propuesta por el Gobierno, y que entraría en vigencia en 2021, tiene como eje transversal el aumento del recaudo. Y resulta problemático que el énfasis quiera ponerse en aumentar el recaudo producto del IVA, lo cual implica gravar más –o incluso la totalidad– de los productos de la canasta familiar.

Un debate argumentado debería contarles a los ciudadanos que el hueco que se advierte en las finanzas pública antecede la pandemia, es decir, no es producto exclusivamente del gasto adicional al que obligó la pandemia, sino que fue fruto en buena parte de las exenciones que la reforma de 2018 – tramitada nuevamente en 2019– les otorgó a los grandes capitales del país. Y, a diferencia de la pandemia, que es temporal, esas exenciones tributarias sí tienen el potencial de
ser para siempre.

En este sentido, la transparencia en la información –no solo en materia de gasto de los recursos de todos, sino también en la explicación del porqué de las decisiones que se toman, y que afectan el bolsillo de las personas– adquiere especial relevancia.

Esta tarea implica un esfuerzo colectivo en el que los ciudadanos, la academia, los actores económicos y los organismos de control deben redefinir su papel en una

conversación nacional que, dadas sus implicaciones, nos afecta a todos. En este sentido, el papel de la Contraloría General de la República es especialmente importante. Las alertas emitidas en materia de celebración de contratos, el seguimiento a la correcta utilización de los recursos dispuestos y las acciones que han permitido reactivar actividades como la construcción –y con ella el empleo–, hacen parte de las acciones que deben privilegiarse en un camino incierto que apenas estamos emprendiendo.

Más información, más ojos vigilantes e información completa y entendible. Esta es la fórmula para salir de la actual coyuntura con instituciones más fuertes y mayores índices de confianza ciudadana en los procesos de política pública.

La pandemia puso al mundo a hablar de economía, de recursos públicos y de prioridades de inversión. Es hora de hacerlo con conceptos y cuentas claras. EC