Una de las preguntas más relevantes en la economía y otras ciencias sociales —y que también ha sido tema de estudio en las ciencias naturales— es hasta qué punto son alcanzables ciertos estados de reciprocidad y cooperación entre los miembros de un grupo de manera espontánea, o si, por el contrario, lo innato es la competencia entre ellos.

Situaciones como la escasez de recursos, tratamientos diferenciados al interior del grupo o alteraciones disruptivas en el statu quo, pueden cambiar las dinámicas de cooperación de sus individuos. Al mismo tiempo, con frecuencia, estos escenarios obligan a la adopción de nuevas habilidades que permitan restablecer la cooperación a gran escala, sin la cual es prácticamente imposible la supervivencia colectiva.

Contextos como el que brinda la llamada “cuarta revolución” generan un ambiente disruptivo, en el cual los procesos de innovación de nuevos productos o transformadores modelos de negocio le dan una definición completamente nueva al mercado, desplazando a las empresas, productos y procesos existentes hasta el momento. Esto obliga a repensar los mecanismos por los cuales se puede alcanzar la cooperación entre agentes, así como los retos que enfrentan nuestras sociedades en materia de las habilidades que se requerirán en este entorno cambiante.

Este ensayo pretende adelantar una reflexión sobre las distintas formas en las que dicha cuarta revolución altera la cooperación y genera desafíos en términos sociales y económicos. A medida que evolucionen las tecnologías, también lo harán los problemas y las formas efectivas de cooperación; los enfoques divergentes y las rápidas respuestas amenazan fragmentar la interconexión que define la era digital, por lo que existe un gran reto desde la educación, los gobiernos, el sector privado y la sociedad civil para impulsar el progreso sin erosionar la confianza y estabilidad.

Cuarta revolución y retos educativos

La inteligencia artificial ha logrado integrarse con una mayor frecuencia en nuestras vidas. Sistemas de algoritmos controlan vehículos que se conducen solos, derrotan a grandes maestros en partidas de ajedrez o del juego de Go, hacen avisos publicitarios acordes con las preferencias que las personas revelan a través del uso de sus redes sociales o nos hacen recomendaciones en plataformas como Netflix y Amazon, a partir de aquellas series y películas que más nos gustan.

Al mismo tiempo, estos sistemas desplazan a profesionales de disciplinas como el derecho, las finanzas, la contabilidad, la economía o las ingenierías, con lo que muy pronto tendremos un mundo en el que coexistamos de manera permanente con máquinas que aprenden y ejecutan muchas de nuestras tareas. Sobre esto se avanza de manera acelerada y hace mucho tiempo dejó de ser tema exclusivo de películas de ficción.

Este escenario plantea de inmediato una pregunta sobre los procesos educativos y los profesionales que salen al mercado: ¿está el sistema educativo preparando a las nuevas generaciones para los retos que plantean la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías?

El ámbito de la inteligencia artificial se refiere a tecnologías en las que las máquinas, en lugar de ser programadas, se entrenan a sí mismas, aprenden de sus errores, y utilizan esta información, combinada con grandes cantidades de datos, para refinar los algoritmos matemáticos con los que funcionan.

Es claro que, en la medida en que las tareas que hasta hace poco eran ejecutadas exclusivamente por el ser humano empiecen a ser reemplazadas por distintas tecnologías, que ahora son capaces de realizar la misma labor de manera más eficiente y a mayores velocidades, la inteligencia artificial se ha convertido en una herramienta necesaria.

De hecho, numerosos centros de pensamiento y expertos han reiterado la necesidad de buscar nuevas estrategias que permitan contribuir al desarrollo de regiones más prósperas, que ayuden a erradicar problemas de carácter económico y político, como la prestación de servicios sociales —principalmente educación y salud— o la transparencia en las decisiones públicas. Precisamente, debido al potencial transformador de estas herramientas, en Estados Unidos, China, Japón y algunos países de la Unión Europea, la adopción de una agenda económica que incluya investigación y desarrollo de inteligencia artificial se ha convertido en una prioridad en los últimos años.

El efecto disruptivo de estas tecnologías es indiscutible. Esto obliga a repensar las formas de interacción entre humano y máquina, y la forma como las personas se preparan para un desafío como este. Y precisamente en relación con esto el sistema educativo enfrenta importantes retos.

Para Joseph Aoun (2018), profesor de la Universidad de Northeastern, es fundamental que los colegios y universidades fortalezcan su trabajo en tres áreas:

  1. En el desarrollo de habilidades tecnológicas, es decir, conocer los alcances y límites de las máquinas; el tipo de cálculos y procedimientos que estas realizan, cuándo están en capacidad de hacer un trabajo de manera más eficiente que un profesional competente y cuáles son los obstáculos que enfrentan a la hora de resolver un problema.
  2. En el manejo de grandes volúmenes de información, que implica un desafío doble; por un lado, la necesidad de incorporar información más robusta que permita justificar de manera adecuada diferentes cursos de acción. Y, por el otro, las habilidades para no perderse en el universo de información que ahora está disponible.
  3. En el desarrollo de competencias humanistas; esto es, destrezas que son únicas de los seres humanos y donde el accionar de las máquinas protagonistas de esta revolución sería a todas luces limitado.

Para los futuros profesionales, por tanto, será necesario el fortalecimiento de habilidades orientadas a una interacción más cercana con las máquinas; podría hablarse casi de un trabajo en equipo “humano-máquina” que permita incorporar la información y análisis que pueden hacer estas últimas, de tal manera que se involucren de forma más activa en los procesos de toma de decisiones de los primeros.

Asimismo, se requerirá mayor predisposición a la búsqueda de soluciones creativas a problemas recurrentes, en los que las máquinas podrán suministrar insumos, pero donde se requerirá una profunda reflexión humana sobre las implicaciones éticas y morales de las diferentes alternativas disponibles. Igualmente, desde esta perspectiva, se valorará cada vez más el trabajo en equipo, el análisis crítico, la empatía y las capacidades para resolver conflictos y generar alternativas de beneficio común.

Y, finalmente, será necesario reflexionar sobre el desarrollo de mejores herramientas para alcanzar la cooperación a gran escala. Justamente sobre ese tema hay una discusión interdisciplinaria que toma la mayor relevancia en un contexto cambiante como el que estamos viviendo.

Cooperación y competencia en diferentes grupos

Un libro reciente de Nicholas A. Christakis (2019), profesor de la Universidad de Yale, llamado Blueprint —que traduce cianotipo o diseño original—, hace una profunda exploración por disciplinas como la biología, la antropología, la economía, la genética, la filosofía y la historia, entre otras, orientada a entender la cooperación como parte esencial de la naturaleza humana. Justamente, uno de los retos que aparece a la luz de las nuevas tecnologías.

Christakis busca entender la cooperación, precisamente porque las mejores sociedades —ya sean humanas o de otras especies— son aquellas que logran que sus integrantes cooperen de formas más complejas. Es decir, aquellas que consiguen ir más allá de las relaciones entre quienes tienen un vínculo genético estrecho, e incluyen a múltiples agentes cuyas interacciones contribuyen al beneficio colectivo.

Harari (2013, 2018) ofrece ejemplos de esto y señala cómo aquellas sociedades que lograron la cooperación a gran escala, ya sea gracias a la religión, el sentido de nación o, de forma más contemporánea, los valores e imágenes de una compañía, han sido más exitosas en su devenir.

Christakis, por su parte, analiza la literatura en antropología, primatología, biología evolutiva y teoría de juegos, e identifica fundamentos para la cooperación, que van desde los procesos de emparejamiento en la formación de las familias, hasta los incentivos detrás de la división de tareas en la crianza de los hijos.

De igual manera, primates no humanos, elefantes, delfines y ballenas, entre otras especies, coinciden en mostrar intereses de asociación más allá de su círculo cercano, como son las acciones de reciprocidad y un interés genuino en el bienestar del otro, lo que los humanos llamaríamos amistad.

La capacidad de elegir con quién interactuar, así como la posibilidad de cambiar el marco en el que se dan las relaciones —su fluidez—, por el contrario, favorecen los esfuerzos colectivos; la norma de reciprocidad basada en la confianza, que beneficia ciertas conductas y restringe otras, permite resolver problemas de acción colectiva al tiempo que facilita mejores niveles de bienestar. No obstante, esta situación se ve afectada negativamente por diferencias evidentes de estatus y riqueza.

De manera análoga, algunas sociedades fracasan por la presencia de prácticas de competencia indeseable y la inhabilidad de sus miembros de sostener impulsos cooperativos. También aparece allí la ausencia de un liderazgo efectivo, especialmente en la tarea de impulsar la solidaridad, promover el tratamiento igualitario, reducir las jerarquías y facilitar el trabajo conjunto entre los miembros del grupo.

Asignar roles y responsabilidades de manera exógena, y con esto pasar por encima de la individualidad de cada uno de sus miembros se convierte en una fórmula perfecta para que una sociedad fracase.

En fin. El mensaje es sencillo pero profundo: el desarrollo de la cooperación a gran escala no solo contribuye al mejoramiento de la sociedad, sino que también es parte esencial del legado de millones de años de evolución. Sin embargo, dicho legado también incluye aspectos que pueden ser manipulables para impedir la cooperación y condenar las sociedades al fracaso, algo que, desafortunadamente, también ocurre con frecuencia.

Y esto es preocupante en un escenario en el que tenemos que afrontar problemas tan complejos como el terrorismo y el crimen organizado trasnacional, el cambio climático, las olas de refugiados de las guerras de Siria, Afganistán y diferentes países de África, los migrantes en Centroamérica o las amenazas nucleares; hacer compatible el desarrollo económico y la protección del medio ambiente, entre muchos otros y, en especial, la forma como entendemos el papel de las tecnologías disruptivas.

Todos estos son problemas imposibles de abordar desde aproximaciones unilaterales que no tengan en cuenta los intereses de otros actores y las oportunidades derivadas de trabajar con ellos.

Cooperación en la era digital

Aparecen varias preguntas en un contexto cambiante como el que proponen las nuevas tecnologías, en el que parece que las máquinas pueden reemplazar a los humanos en múltiples ámbitos y donde cada vez se requieren más dinámicas de cooperación a gran escala: ¿en qué medida las diferentes sociedades estamos afrontando estos desafíos de la manera correcta?; ¿en qué medida las instituciones educativas están afrontando dichos retos de la manera correcta?; ¿en qué medida estamos mejor preparados para cooperar, como indica Christakis que es parte de nuestro cianotipo, o si las tecnologías disruptivas nos sumirán en un escenario de permanente confrontación, que nos conduzca a escenarios de lucha, como diría Thomas Hobbes, de todos contra todos?

Estas preguntas son fundamentales al poner sobre la mesa la discusión sobre las nuevas tecnologías.

Las instituciones educativas están llamadas a fortalecer tanto las destrezas computacionales de los estudiantes, como su capacidad de interactuar con máquinas, además de incentivar habilidades emocionales y desarrollar competencias que son exclusivamente humanas. Llama la atención, entonces, que a pesar de los rápidos desarrollos en este campo, sea poco lo que los gobiernos y los sistemas educativos —incluso de varios países desarrollados— están preparándose para los retos que plantea la inteligencia artificial en el futuro cercano.

Hace poco, Henry Kissinger (2018) señalaba el rezago de Estados Unidos frente a tales desafíos, mientras que, desde otra orilla, China ha sido enfática en su aspiración de convertirse en un líder global de dichas tecnologías.

Los colegios y universidades deben contemplar estas nuevas realidades a la hora de diseñar sus contenidos y el tipo de formación que buscan darles a sus estudiantes; finalmente, ese es el entorno en el que los jóvenes de hoy tendrán que desenvolverse dentro de unos años.

Las decisiones en estos frentes deben contribuir a que cada vez las sociedades aprendan a cooperar de formas más complejas. A que seamos capaces de superar las visiones cortoplacistas y parroquiales que tanto daño nos hacen y alcanzar niveles de cooperación de mayor alcance.