Lo que inició en diciembre de 2019 como el brote inespecífico de una enfermedad respiratoria viral en la ciudad china de Wuhan, provincia de Hubei, se ha convertido en cuestión de meses en una pandemia mundial inédita, no solo por la singularidad del agente etiológico que la causó, el coronavirus SARS-CoV-2, o por las medidas de cuarentena y asilamiento obligatorio adoptadas en casi todos los países, sino por los impactos económicos, políticos y sociales que este fenómeno está produciendo en el mundo.

Además, esta crisis ha puesto a prueba, de manera específica, los sistemas sanitarios y de salud pública en cada país. Italia, Francia, Inglaterra o España, que suelen ocupar uno de los veinte primeros puestos en los escalafones de desempeño de los sistemas de salud (ACHC, 2017:28), hoy tienen los peores lugares en datos de contagios y mortalidad por el SARS-CoV-2 y solo son superados por Estados Unidos, aunque esta última nación suele aparecer por debajo del puesto 20 en las mismas clasificaciones (ACHC, 2017:28) debido a su ineficiente gasto y a sus pobres resultados en salud (Schneider et al., 2017: 5).

En el caso de los países de ingresos medios y bajos, no tan bien clasificados en las comparaciones, el número de contagios y la mortalidad por el coronavirus COVID-19 aún se mantienen en niveles discretos, pero sin duda esta situación cambiará con el paso de los días.

Lo cierto es que pese al evidente progreso en el campo de la salud respecto a los siglos anteriores, los desarrollos técnico-científicos, las políticas públicas y la organización de los servicios en el campo de la salud no parecen ser suficientes para enfrentar esta pandemia en pleno siglo XXI. Tampoco las instituciones supranacionales han logrado diseñar la estrategia adecuada para un fenómeno que trasciende el campo propiamente médico o local y amenaza desestabilizar la economía, la democracia y el bienestar global.

La incertidumbre parece generalizada y se explica, entre otras cosas, porque toda la estructura sanitaria global ha dejado expuesta su fragilidad; una fragilidad que descansa en inequidades en salud persistentes y de escala global, en la falta de cobertura universal en salud, en el alto costo de la atención médica en algunos países, en las transformaciones epidemiológicas y demográficas recientes, en la imperfección de los mercados del aseguramiento, en la creciente complejidad de los sistemas de salud y en un aspecto que se ha tornado crítico en los últimos años: la corrupción.

Este fenómeno, incrustado hoy en el corazón de los sistemas de salud (García, 2019), ha sido el foco de interés de diversos organismos internacionales y gobiernos en las dos últimas décadas pues, en sus diversas modalidades, ha horadado los sistemas de salud y despojado a los estados de valiosos recursos que podrían dirigirse a la asistencia de la población en coyunturas como la actual.

Este artículo propone examinar aspectos de la relación entre pandemia de COVID-19 y la corrupción en salud en el mundo y en Colombia. Primero, los efectos que produce la corrupción acumulada en la capacidad de gestión de la pandemia por el coronavirus COVID-19 dentro de los países. No pocos analistas han usado recientemente la metáfora de la corrupción en salud como una enfermedad (Mackey et al., 2016) o una “pandemia ignorada” (Transparencia Internacional, 2019).

Hoy sabemos que las enfermedades de base o la comorbilidad son factores de riesgo desfavorables para el curso de la infección por coronavirus. Esto mismo les sucede a los sistemas de salud, la corrupción se ha hecho una peligrosa enfermedad crónica de base, que debilita la capacidad de respuesta al COVID-19. Como sugiere Tim Mackey, del Global Health Policy Institute, “los sistemas de salud debilitados por la corrupción pueden ser susceptibles a brotes de enfermedades, los medicamentos de baja calidad pueden provocar resistencia antimicrobiana y la corrupción puede tener un impacto económico significativo en las comunidades” (Mackey, 2016: 5).

En segundo lugar, se pretende describir los riesgos que la pandemia puede generar para el desarrollo de nuevos fenómenos de corrupción en salud, tanto a escala global como nacional. En este caso, la pandemia puede ser vista como una oportunidad para profundizar las formas de corrupción, según sugiere la organización Transparencia Internacional: “… los brotes extraordinarios como este también tienden a exponer grietas en nuestros sistemas de salud, destacando los riesgos potenciales y las oportunidades de corrupción, corrupción que puede socavar la respuesta a la pandemia y privar a las personas de la atención médica” (Transparencia Internacional, 2020).

Corrupción en salud como enfermedad de base

Según el informe de 2018 de la Organización Mundial de la Salud, OMS, en las últimas décadas se han gastado en el mundo cerca de 7,5 billones de dólares en salud cada año, lo que equivale a 1.000 por persona en promedio, y el sector ha llegado a representar cerca del 10 % del PIB mundial. Ese gasto total en salud está creciendo más rápido que el producto interno bruto, especialmente en países de ingresos bajos y medios, y una parte cada vez mayor de esta financiación proviene de fuentes públicas (OMS 2018). Tal cantidad de recursos y la mayor complejidad de los sistemas de salud han creado un terreno fértil para el avance de la ilegalidad.

De este modo, a escala mundial, más del 7 % de ese gasto sanitario anual se pierde por corrupción, es decir, más de 500 mil millones de dólares (Transparency International, 2019), una cifra que impacta de manera negativa la posibilidad de satisfacer las grandes necesidades en salud a escala global.

Como sugiere la OMS, la realización del Objetivo de Desarrollo Sostenible número 3, en lo relativo a la cobertura universal de salud, evitaría 41 millones de muertes infantiles y aumentaría la esperanza de vida promedio en cinco años en todo el mundo (Mackey et al., 2018). Para lograrlo se requieren inversiones adicionales en atención médica de hasta 370 mil millones de dólares al año hasta 2030, teniendo en cuenta las diferencias nacionales en la inversión en salud (Transparency International, 2019).

En efecto, en los países de ingresos altos el gasto medio per cápita en atención médica supera los 2.000 dólares por año, mientras en los países de ingresos medios y bajos la cifra es apenas de 100 dólares por año. Si solo se tienen en cuenta los países de bajos ingresos, el gasto público en salud por persona es todavía menor, con un promedio de 9 dólares (OMS 2018). Es decir, que si se lograra poner un freno a la corrupción y recuperar los recursos que ella le resta a la salud a escala mundial sería posible garantizar una de las metas prioritarias de la OMS: la cobertura universal.

De hecho, buena parte de los países de ingresos bajos y medianos podrían proporcionar la mayoría de esos fondos si controlaran la corrupción, reduciendo así el aporte de donantes internacionales a 17-35 mil millones de dólares al año, destinados a cubrir la brecha financiera restante (OMS 2017).

La magnitud de estas cifras ha llamado la atención de organismos como Transparencia Internacional (2019), el Banco Mundial (2009) y la misma OMS (OMS, UKaid, 2018) sobre un fenómeno que hasta hace unos años había sido poco estudiado y del que “no se hablaba mucho” (García, 2019), aunque estuviera presente en la mayoría de los países.

El reciente interés por la corrupción en salud ha dado lugar a estudios que describen cómo los altos niveles de este fenómeno se relacionan con resultados de salud débiles. También insisten en que la corrupción reduce de manera significativa el grado en el que la financiación adicional para el sector se traduce en mejores resultados (Makuta et al., 2015, Muldoon et al., 2011, Olafsdottir et al., 2011). El estudio de Hanf et al. (2011) elaborado con datos de 178 países, estima que la muerte de 140.000 niños anualmente es atribuible a la corrupción. 

Por su parte, el estudio de Qiang et al. (2017), que busca medir el efecto de la corrupción sobre los resultados de salud en 150 países para el periodo de 1995 a 2012, revela que la corrupción aumenta significativamente las tasas de mortalidad, reduce la esperanza de vida y disminuye las tasas de inmunización.  Los resultados son consistentes en diferentes regiones y sugieren que reducir la corrupción puede ser un método efectivo para mejorar los resultados en salud.

Pero además del sufrimiento y la muerte de miles de personas, la corrupción genera otros impactos negativos en las poblaciones que las debilita para enfrentar la pandemia. Por ejemplo, el ausentismo del personal de atención médica les impide a los niños acceder a vacunas y tratamientos, lo que a su vez genera deserción escolar y analfabetismo debido a la incidencia de enfermedades prevenibles (Transparency International, 2019). Goldstein et al. (2013) han calculado que una tasa de absentismo hipotético del personal de salud del 35 % en países como Kenia puede generar 1,65 nuevas infecciones de VIH por año por enfermera ausente (Goldstein et al., 2013).

A escala mundial, se ha informado que alrededor del 7 % de los trabajadores de la salud experimentan al menos un periodo de ausencia cada semana (Kisakye et al., 2016), aunque naturalmente algunas de esas ausencias pueden estar justificadas, las que no lo son producen un impacto muy fuerte en la salud de la población general.

El pago de sobornos en la atención de salud afirma una cultura de la retribución por servicios que no deberían ser pagados y, en el contexto de una pandemia, puede generar privilegios para la atención de pacientes con capacidad de pago, deteriorando sus ingresos, al tiempo que produce la exclusión de aquellos que no tienen recursos económicos suficientes.

Una encuesta mundial que abarca 107 países, realizada por Transparencia Internacional durante 2012-2013 mediante un instrumento estandarizado encontró que el 17 % de todos los usuarios de servicios de salud habían “pagado un soborno en cualquier forma” durante el año anterior (Transparency International, 2013). Como producto de esta práctica corrupta la pobreza se perpetúa, pues las familias se ven obligadas a vender activos o a endeudarse para pagar sobornos por servicios que deberían ser gratuitos.

El robo y la malversación de dinero, medicamentos, suministros y otros equipos por parte del personal de atención médica de primera línea práctica muy extendida en algunos países– produce un efecto obvio en la capacidad de respuesta de los servicios asistenciales para atender la masa de pacientes originada por un brote epidémico o pandémico. Esta práctica no solo debilita la respuesta asistencial al provocar la negación de servicios, medicamentos y procedimientos, sino que puede incrementar la resistencia de las cepas virales o bacterianas a fármacos específicos.  En efecto, esta resistencia aumenta cuando se produce la interrupción de los tratamientos debido al robo de medicamentos (Transparency International, 2019).

Adicionalmente, la estabilidad política y los esfuerzos para contener las epidemias se ven debilitados, pues los ciudadanos que son testigos de la corrupción en su centro asistencial local pierden la fe en la disposición y la capacidad del Estado para proporcionar servicios básicos (Transparency International, 2019). La gobernanza se debilita, el Estado pierde legitimidad y se afectan profundamente el sentido de ciudadanía y la cohesión social. A ello se suman los efectos de la corrupción en la provisión de servicios con prácticas como referencias derivadas, procedimientos innecesarios, sobrecostos, provisión de servicios inferiores y reclamos de reembolso por tratamientos falsos.

En casos extremos, los médicos pueden cobrar a los pacientes por cirugías innecesarias o falsas, placebos vendidos como medicamentos y pruebas de diagnóstico no realizadas (Transparency International, 2019). Cuando ello ocurre, los recursos de la salud disminuyen y se pone en riesgo la sostenibilidad financiera de los sistemas de salud. Como consecuencia, se amenaza la función de los prestadores, se produce una demora o ausencia de los pagos al personal de salud y aumenta el riesgo de negación de servicios para los pacientes.

Por último, la manipulación de datos, que incluye facturación fraudulenta de bienes o servicios no proporcionados y creación de pacientes “fantasmas” para reclamar pagos adicionales, es común en sistemas en los que los proveedores de atención médica individuales o las instalaciones reciben compensación por el número de personas tratadas (Transparency International, 2019). Los actores suelen buscar reembolsos por tratamientos más caros que los que realmente se administran (Jones et al., 2011, Savedoff, 2007).

Esta manipulación de datos, muy extendida en sistemas que han decidido separar el financiamiento y la provisión, es común en los países de altos ingresos, en los de ingresos medios de América Latina y Asia (Savedoff et al., 2006) y en la última década en algunos de bajos ingresos. Se ha documentado este fenómeno particularmente en Estados Unidos, Colombia, Canadá (Savedoff, 2007), Reino Unido (Heaton, 2019) y Sudáfrica (Jones et al., 2011). Como sugiere Transparencia Internacional (2019), en esta forma de corrupción la víctima, por lo general, no es el paciente individual sino el contribuyente, ya que el seguro público de salud paga la factura.

Así, el daño agregado a los presupuestos de salud puede ser muy serio y comprometer la sostenibilidad general del sistema, al demandar esfuerzos financieros del Estado. Esto es más crítico en tiempos de una pandemia, cuando la economía entra en recesión, los sistemas tributarios no logran recaudar recursos suficientes y se requiere aumentar el gasto para proveer alivios y transferencias a la población más vulnerable, así como al sector productivo.

Se estima que todas las formas de fraude, en conjunto, le cuestan al sistema de salud pública del Reino Unido 1,7 mil millones de dólares por año (Heaton, 2019) y en Sudáfrica la cifra alcanza los mil millones de dólares anuales (Jones et al., 2011).  En el caso de Estados Unidos, de acuerdo con el informe anual del Programa de Control de Fraude y Abuso de la Salud, del Departamento de Justicia, para el año fiscal de 2017 se abrieron 967 nuevas investigaciones de fraude en salud y se registraron 1.000 asuntos civiles pendientes desde septiembre hasta el final del año fiscal.

En junio de 2018 se presentaron casos de fraude al sistema de salud por cerca de 2 billones, con 601 casos de responsabilidad individual. Se trataba de esquemas para presentar reclamos al Medicare y el Tricare y a compañías aseguradoras privadas para tratamientos que eran médicamente innecesarios o, incluso, que nunca fueron provistos a los pacientes (Ruffing R., Brooks R., 2019: 12.)

De este modo, el mundo enfrenta esta pandemia con sistemas de salud que no logran cubrir la mayor cantidad de la población mundial, pues al menos la mitad de ella, 400 millones del personas, están privadas del acceso a estos servicios (OMS, Banco Mundial, 2017). Además, estos sistemas cuentan con serios problemas de base como la corrupción, un fenómeno que no solo pone en riesgo la capacidad de respuesta de los sistemas sanitarios, sino que socava la sostenibilidad financiera y vulnera el derecho a la salud de millones de personas, sobre todo de aquellos con menores recursos.

La posibilidad de combatir esa corrupción plantea grandes retos pues como sugiere Tilman Hoppe, el sector de la salud “…contiene muchas partes interesadas: hospitales, proveedores de atención ambulatoria, farmacias, laboratorios, productores de medicamentos, investigadores, escuelas de medicina, instituciones de licencias y supervisión, etc. También consta de una miríada de procesos, desde tratamientos hospitalarios hasta ensayos clínicos, hasta la aprobación de drogas, a trasplantes de órganos. Al mismo tiempo, existe un desequilibrio significativo de información: la mayoría de las personas no entienden las complejidades biomédicas ni son capaces de juzgar qué es una decisión ‘correcta’ médicamente o qué riesgos puede acarrear un medicamento” (Hoppe, 2018: 5).

La “pandemia” de corrupción en la base de la otra pandemia

En Colombia, los recursos que se pierden anualmente por la corrupción en general alcanzan entre 4 y 5 puntos porcentuales del PIB, es decir, entre 36 y 40 billones de pesos anuales. En el caso de la salud, la Procuraduría estimó un desangre superior a los 2,1 billones de pesos en los últimos seis años (2012-2018) por actos de corrupción, y solo para 2018 se registró la pérdida de 1 billón de pesos.

Como sucede en el mundo, la corrupción está vinculada al aumento que han tenido los recursos del sector en el marco del desarrollo y consolidación del Sistema General de Seguridad Social en Salud que inició su vida con la Ley 100 de 1993. Una investigación adelantada en 2012 por la Procuraduría General de la Nación sobre finanzas en salud da cuenta de las dimensiones de los recursos en juego.  Se trataba, en su momento, de cerca de 40 billones de pesos anuales. Un solo caso que aún no culmina, como el de Saludcoop, ha implicado la pérdida de 1,4 billones de pesos (Vega, Ávila, 2017:242). Entre 2008-2016, el monto de los fallos por responsabilidad fiscal en el sector salud sumó 1,4 billones de pesos, de los 2 billones del nivel nacional, lo que significa que la participación del sector en la cuantía de fallo total equivale a más del 70 % para el mismo periodo (2008-2015) (Vega, Ávila, 2017:209).

En los últimos años las cosas no han mejorado. Recientemente, la Contraloría ha confirmado un posible desfalco nacional de los recursos del sector provenientes del Sistema General de Participaciones, a través de recobros relacionados con la Hemofilia por más de 85.445 millones de pesos, de los cuales este organismo ya ha imputado la suma de 76.486 millones (Contraloría General de la República, 2018: 43). Estos casos, descubiertos por la Contraloría inicialmente en el departamento de Córdoba y conocidos como el “Cartel de  la hemofilia” se han multiplicado en otros departamentos como Sucre, Bolívar y Caquetá, para configurar verdaderos macroprocesos de corrupción.

Los entramados de poder político y económico en estos casos dibujan una compleja relación entre la política regional, el Congreso, el funcionamiento de la justicia (Cartel de la toga) y la corrupción en salud que no solo afecta a este sector, despojándolo de recursos valiosos para responder a las necesidades en regiones abatidas por la pobreza, sino que ponen en tela de juicio a la democracia misma.

Como se ha documentado a escala internacional, estas formas de corrupción impactan negativamente el bienestar de las personas haciéndolas más vulnerables a grandes eventos de salud pública, como el que el país enfrenta hoy. Dentro de los estudios dedicados a cuantificar los efectos que la corrupción tiene sobre la calidad de la salud y la educación en Colombia se encuentra el trabajo de Edinson Ortiz (2012), quien utilizó información disponible para 333 municipios en el periodo 20042008. Su estudio demostró que el incremento de una desviación estándar de corrupción en el país, medida por el índice de transparencia municipal, incrementa en 0,8 desviaciones estándar la tasa de mortalidad infantil y reduce en 0,18 desviaciones estándar la cobertura general en vacunación para niños menores de un año (Ortiz, 2012: 32-33).

Estos hallazgos, además, sugieren que el 5 % de municipios más corruptos en el país tienen una tasa de mortalidad infantil dos veces mayor que el 5 % de municipios menos corruptos y una cobertura en vacunación 1,1 veces menor, lo cual afecta de manera sensible a ese grupo etario (Ortiz, 2012: 33). A estos datos se suma el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional para 2019, en el que Colombia ocupa el lugar 96 entre 180 países, con 37 puntos.3 Los colombianos perciben la corrupción en salud, específicamente, como elevada, según el estudio del Grupo de Economía de la Salud, GES, de la Universidad de Antioquia.

En efecto, la Encuesta sobre Integridad y Transparencia, del GES, identificó como actores más corruptos a las Direcciones Territoriales de Salud, DTS, seguidas de las Empresas Sociales de Salud, ESE, y luego a las EPS. Los siguientes actores con peor valoración fueron la industria farmacéutica, el Ministerio de Salud y Protección Social, la Superintendencia Nacional de Salud, las IPS, los profesionales de salud y, por último, los usuarios (Restrepo et al., 2018: 2).

La insostenibilidad financiera, los impactos en la salud y el bienestar de la población, y la desconfianza frente a las instituciones y actores del sistema ocasionados por la corrupción, configuran un escenario de fragilidad evidente en materia sanitaria, que compromete seriamente las capacidades sectoriales para asumir un reto de las dimensiones de la pandemia del coronavirus COVID-19. Esta fragilidad se expresa en la falta de condiciones e insumos para la adecuada atención en salud, en el déficit financiero de instituciones asistenciales, en el atraso en el pago de sueldos  al personal sanitario y en las limitaciones de la infraestructura. Como sugiere Mackey “…la corrupción en la salud no solo conduce al desperdicio financiero de recursos escasos, sino que también tiene un impacto adverso en el acceso a la atención médica, las infraestructuras, el financiamiento y los determinantes sociales de la salud” (2012:1). Estos elementos ya se han ido expresando en el país con ocasión de la pandemia.

Dentro de las acciones del gobierno de Iván Duque para responder a los problemas de base del sistema en el contexto de la pandemia, está la entrega de 2,7 billones de pesos con destino a la atención médica de los colombianos, los cuales se destinarán el funcionamiento de hospitales, aseguradores y demás proveedores del sector salud. Este gran volumen de recursos da continuidad al Acuerdo de Punto Final de febrero de 2020, con el cual se determinaron varias medidas para hacer más eficiente el gasto en salud y sanear diferencias y deudas históricas entre los agentes del sector, garantizando el financiamiento del sistema de salud y generando mayor liquidez, sin afectar derecho a la salud de los colombianos. No obstante, como ha planteado Transparencia Internacional: “As more money is devoted to health, the question becomes one of better health for the money…”.4 (Transparencia Internacional, 2019: 15).

En otras palabras, más recursos para cubrir el déficit del sector en tiempos en los que la pandemia crea una situación de excepcionalidad y genera laxitud en los controles, concentración del poder y un funcionamiento anómalo de la institucionalidad, puede ser la oportunidad perfecta para que se produzcan nuevos casos de corrupción, adelantados por actores que harán caso omiso de la urgencia social y aprovecharán el momento para su lucro individual. Lamentablemente, ya se registran varios casos de corrupción en el sector y en las administraciones de carácter nacional, departamental y municipal en torno a la asignación de subsidios, sobrecostos en la contratación de alimentos, equipos e insumos vitales para enfrentar la pandemia, entre otros.

Riesgos de corrupción que trae la pandemia de coronavirus

Como sugiere Natalie Rhodes, la corrupción, que regularmente debilita el funcionamiento diario de los sistemas de salud, empeora durante un brote epidémico o pandémico, cuando se produce un aumento en la oferta y la demanda en los sistemas de salud (Rhodes, 2020). Un ejemplo claro de esta situación sucedió en la propagación y la lenta contención del ébola durante 2014-2016. Organizaciones internacionales como la Cruz Roja han informado que en esa coyuntura se perdieron más de 6 millones de dólares por corrupción y fraude (IFRC, 2017). Tomando en cuenta esas lecciones, los principales riesgos a escala global y nacional en la coyuntura actual tienen que ver con la ausencia de transparencia y colaboración en el desarrollo de vacunas por parte de laboratorios públicos y privados, y la competencia secreta y desleal.

La información sobre medicamentos y vacunas, no abierta y pública, privilegia los intereses corporativos a la salud de las poblaciones. La mayor demanda de equipos médicos y medicamentos requiere una especial vigilancia, pues se calcula que entre el 10 y el 25 % del dinero gastado en la adquisición de estos insumos vitales para la pandemia se pierde en corrupción (UNODC, 2013: 1). Solo en la Unión Europea, el 28 % de los casos de corrupción en salud se relacionan con la adquisición de equipos médicos (Rhodes, 2020).

The New York Times ha registrado la voraz e injusta competencia entre los países desarrollados por apropiarse de respiradores y mascarillas, que deja a los países pobres en el último lugar de la lista para acceder a estos valiosos insumos y equipos. Estas prácticas han revelado menos cooperación y solidaridad entre países y más nacionalismo y egoísmo (“El nuevo frente del nacionalismo, 2020”). Cuando crece la demanda de medicamentos y equipos, aumenta el riesgo potencial de colusión y hace que los proveedores puedan exigir precios más altos puesto que los gobiernos no tienen otra opción que pagar.

Para enfrentar este problema se requieren regulaciones, contratos abiertos y transparentes y principios de solidaridad, no solo entre personas sino entre países, apelando a una mayor conciencia sobre la interdependencia en las sociedades humanas. También es preciso enfrentar el acaparamiento, garantizar la libre expresión del personal de salud sobre sus necesidades y poner la lupa en los sobornos que se pueden generar como producto de la escasez de camas en las unidades de cuidados intensivos (UCI), recursos vitales para enfrentar las formas más graves de neumonía que ocasiona el virus (Rhodes, 2020).

Algunas medidas para enfrentar estos riesgos ya se están haciendo realidad. Transparencia Internacional anunció la publicación, en trece capítulos nacionales de su organización en América Latina, de una guía para ayudar a los gobiernos de la región a detener la pérdida de fondos críticos de emergencia por la corrupción (Transparencia Internacional 2020a).

También la oficina de esta organización en Estados Unidos solicitó al Congreso que incluyera salvaguardas anticorrupción en su paquete de estímulos para enfrentar el coronavirus.

Las reformas propuestas garantizarían, entre otras cosas, que los contratos gubernamentales se destinen a combatir el virus y no sean malversados por actores corruptos en el país o en el extranjero (Transparency Internationale, 2017:1). En Colombia, la vigilancia de la ciudadanía, de los gobiernos locales y de los organismos de control se ha desplegado para tratar de detectar anomalías. La Fiscalía, la Contraloría y la Procuraduría han acordado líneas de trabajo conjuntas, así como la creación de una mesa técnica de carácter permanente que semanalmente revelará al país los casos de impacto nacional y regional que presentarían indicios de corrupción. Además, los equipos de las tres entidades actuarán integrados en los territorios.

Esta coyuntura hace evidente la necesidad de poner en juego una estrategia anticorrupción específicamente sectorial, como se ha implementado en Marruecos (Fink, Haussmann, 2014), que permita captar la especificidad y complejidad del fenómeno de la corrupción en el campo de la salud y que responda rápida y eficazmente al desarrollo de la pandemia. En la medida en la que se activen mecanismos de transparencia, gobernanza y participación social para vigilar los recursos destinados a esta crisis es posible ganar valiosos aprendizajes para luchar contra la corrupción en el futuro. En otras palabras, tenemos la oportunidad de hacer de esta pandemia de COVID-19 un laboratorio para probar las vacunas institucionales y sociales destinadas a enfrentar nuestra crónica pandemia de corrupción en salud, que persiste en tiempos de “normalidad”.