En su novela El amor en los tiempos del cólera, publicada en 1985, Gabriel García Márquez relata los amores tardíos de Fermina Daza y Florentino Ariza después de la tragedia del cólera. En el relato Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal Urbino, primer esposo de Florentina Ariza, fue héroe civil y víctima de las jornadas para contrarrestar al cólera cuando su hijo, aún soltero, se especializaba en medicina en París. Esta es la hermosa página de la novela, premonitoria del coronavirus, que reproduce Economía Colombiana en homenaje a nuestro afamado escritor.

“La epidemia de cólera Morbo", cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortalidad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en las vecindades esquivas de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza voi ch´entrate. En las dos primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez a Floren- tino Ariza en la misa de gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas pro- fundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.

Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecer- lo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.

El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero su propia iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya. Años después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la soledad de sus erro- res. Pero no le regateó sus méritos: la diligencia y la abnegación, y sobre todo su valentía personal, le merecieron los muchos honores que le fueron rendidos cuando la ciudad se restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia entre los de otros tantos próceres de otras guerras menos honorables.

No vivió su gloria. Cuando re- conoció en sí mismo los trastornos irreparables que había visto y compa- decido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se apartó del mundo para no contaminar a nadie. Encerrado solo en su cuarto de servicio del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de los suyos, ajeno al horror de los pestíferos que agonizaban por los suelos de los corredores desbordados, escribió para la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por haber existido, en la cual se revelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida. Fue un adiós de veinte pliegos desgarrados en los que se notaban los progre sos del mal por el deterioro de la escritura, y no era necesario haber conocido a quien los había escrito para saber que la firma fue puesta con el último aliento. De acuerdo con sus disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no fue visto por nadie que lo amara.

El doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre. Dijo: “Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprochar- se a si mismo su falta de madurez:  eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió una copia  de la carta póstuma, y entonces se rindió a la verdad.

Evolución del coronavirus covid-19 a escala global

A través de la historia se han documentado 43 epidemias que han afectado a los seres humanos, incluido el COVID-19. Según datos de la Universidad Johns Hopkins, a mayo 19 de 2020 en el mundo se registran 4.624.817 casos de personas infectadas y 297.380 muertes.