1. LA ESTABILIDAD INSTITUCIONAL. UNA BREVE VISIÓN
En septiembre de 1787, en la ciudad de Filadelfia, un reducido grupo de individuos que representaban a las antiguas colonias británicas en Norteamérica suscribieron la Constitución que dio nacimiento a los Estados Unidos. Se trata de un texto breve que, salvo ligeros retoques y modificaciones, 235 años después sigue vigente en sus líneas esenciales, lo que significa, ni más ni menos, que esa Ley Fundamental, buscando salvaguardar la noción de intangibilidad con la que nació, asegurar su perdurabilidad y propiciar la estabilidad de esa sociedad, mantiene vigentes instituciones que en pleno siglo XXI resultan un completo anacronismo. Me refiero a mandatos como aquel que dispone que la elección del presidente de ese país se debe llevar a cabo a través de un sistema de selección indirecto, esto es, mediante un colegio electoral que es escogido por el pueblo y no directamente por la ciudadanía con su voto.

Algo similar ocurre con el dispositivo que señala que el sistema electoral para la escogencia de cuerpos colegiados opera bajo el principio mayoritario y no bajo el proporcional, con lo que el partido que obtenga la mayoría en una circunscripción electoral, por simple que ella sea, se lleva la totalidad de los cupos y no la proporción.

A pesar de esos detalles criticables, frente al mundo y a lo largo del tiempo, lo que ha prevalecido es ese ejemplo de estabilidad que en materia constitucional imparten los norteamericanos, de manera que ha sido seguido por muchas sociedades, especialmente algunas de las que en la actualidad presentan mayores niveles de desarrollo económico, social y cultural. Y este es un punto en el que resulta todavía más resaltable el hecho de que esa senda de estabilidad la hubiesen asumido varios países que recientemente habían superado gravísimas crisis de distinto orden, luego de lo cual alcanzaron consensos constitucionales que en su momento han demostrado su solidez y su capacidad para garantizar una pacífica convivencia, así como un sostenido camino hacia el desarrollo en esas sociedades.

Entre estas naciones sobresalen, solo por mencionar algunos ejemplos, Alemania, Francia, Japón e Italia que asumieron el reto de la estabilidad constitucional después de la debacle que para ellos supuso la II Guerra Mundial; mientras que España y Portugal lo hicieron después de superar sendas dictaduras que se habían extendido a lo largo de varias décadas. Lo propio se podría decir de casi todos los países del antigui bloque soviético, la mayoría de los cuales, a partir de la caída de la Unión Soviética, asumieron con mucho éxito el constitucionalismo como forma de gobierno.

Así pues, tenemos que existen bastantes casos de sociedades que hoy son ejemplo de civilidad, de prosperidad económica, pero, sobre todo, de estabilidad institucional. Muy al contrario de lo que ocurre en esas latitudes, la tradición institucional latinoamericana ha sido completamente diferente y en estos países lo que resulta muy notorio son los elevados niveles de inestabilidad constitucional que los caracteriza, siendo esto tan evidente, que el país con el mayor número de constituciones en el mundo es República Dominicana, que suma 34 y está ubicado en esta parte del orbe, seguido de cerca por Haití con 24 y no muy lejos por Bolivia con 17. Ello sin hablar de otros fenómenos tan anómalos como estridentes en materia institucional, como golpes de estado, clanes familiares en el poder, dictaduras militares y guerras civiles, solo por mencionar algunos de los más recurrentes.

2. COLOMBIA Y LA ESTABILIDAD CONSTITUCIONAL
Y Colombia no podía escapar a esa realidad y así, aunque nuestro país nació formalmente en octubre de 1821, esto es, 34 años después de los Estados Unidos, desde esa fecha hasta hoy hemos tenido la escandalosa cifra de nueve constituciones nacionales, una de las cuales, la de 1832, escasamente rigió durante 22 meses, mientras que la de 1858 lo hizo por un breve período de tres años.

Pero ese excesivo número de textos, así como sus vigencias muchas veces efímeras, indicadores de suyo muy preocupantes, son realidades que no alcanzan a reflejar fielmente nuestra persistente incapacidad como sociedad para alcanzar un consenso constitucional duradero y estable.

Así es que en este contexto hay un dato que resulta todavía más alarmante: esos nueve textos fundamentales han sido sometidos a numerosos procesos de enmienda y modificación. Tenemos pues, que la centenaria Constitución de 1886, que con 105 años de vigencia ha sido la más duradera de nuestra historia, fue sometida a setenta reformas, algunas de las cuales, como las de 1910 y 1936, transformaron casi por completo el marco normativo e institucional adoptado cuando ella fue expedida.

Y algo similar está ocurriendo con la Constitución actualmente vigente, la de 1991, que a pesar de contar con escasos treinta años de vigencia, ya ha sido sometida a casi sesenta procesos de reforma, algunos tan prematuros como el Acto Legislativo N° 1 de 1993, que a escasos dos años de vigencia de la Constitución, le incorporó su primera novedad, al elevar a la ciudad de Barranquilla a la categoría de distrito especial. A partir de ese momento, el Congreso de la República se ha sumergido en un frenesí reformatorio que desdice mucho del carácter de norma suprema que debe caracterizar a nuestro texto constitucional y que, al decir de muchos quienes participaron en la redacción de ese texto, ha convertido a nuestra Ley Fundamental en una colcha
de retazos.

Se trata, en consecuencia, de una práctica perniciosa y constante que ha llevado a que, radicar iniciativas de reforma constitucional en esa corporación, se haya convertido en una especie de deporte nacional. Buena prueba de ello es el hecho de que, entre julio y diciembre de este año, en esa instancia se hubiesen presentado 59 proyectos de acto legislativo que proponen otras tantas modificaciones a la Constitución, algunas de las cuales, sobra decirlo, en ocasiones son rayanas en el absurdo.

El mejor ejemplo de la precaria estabilidad y escasa vigencia de nuestra norma superior lo ofrece el art. 35 de la Constitución, justamente aquel que regula un mecanismo de cooperación penal internacional tan conocido como polémico: la extradición, una figura que fue, sin duda, el elemento que en mayor medida obligó a la compleja y turbulenta transición constitucional llevada a cabo entre 1990 y 1991. Tan es así que los embates del narcoterrorismo, que le costaron la vida a tantos colombianos inocentes, resultaron definitivos para que nuestra negligente dirigencia política entendiera, finalmente, lo urgente que resultaba la adopción de una nueva Ley Fundamental, como en efecto ocurrió cuando se expidió el texto de 1991, en el que, entre otras, expresamente se prohibía la extradición de nacionales colombianos. Sin embargo, y pese a la trascendencia que en su momento tuvo esa decisión, en diciembre de 1997, solo seis años después de la entrada en vigencia de esa proscripción, nuestro poder constituyente no tuvo impedimento alguno para expedir una nueva disposición en sentido contrario, con la cual se permitió la entrega a las autoridades judiciales de otros países, de los nacionales requeridos por ellas.

Otro buen ejemplo de la notoria agitación institucional que nos aqueja, la tenemos con la reelección presidencial, respecto de la cual la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 introdujo una modificación contundente y significativa: la prohibió de forma absoluta, cuando tradicionalmente en nuestro ordenamiento político ella había estilado de forma intermitente. Así lo dispuso el art. 197 de la Constitución cuando dijo: No podrá ser elegido presidente de la República el ciudadano que a cualquier título hubiere ejercido la Presidencia.

Esta prohibición no cobija al vicepresidente cuando la ha ejercido por menos de tres meses, en forma continua o discontinua, durante el cuatrienio. Sin embargo, haciendo gala de una enorme ligereza y un escaso respeto por los consensos alcanzados en el proceso constituyente de 1991, el Congreso de la República, mediante el acto legislativo N° 2 de 2004, aprobó una modificación que la permitía de forma inmediata y lo hizo cuando solo habían transcurrido trece años desde que ella había sido prohibida de manera absoluta. Pero para mayor asombro y desconcierto, esa fue una reforma que también tuvo una vigencia muy efímera, pues solo once años después fue derogada por el acto legislativo 2 de 2015, que de nuevo, y de forma absoluta, prohibió la reelección presidencial, como actualmente se estila. De esto se deduce que en solo catorce años, sobre una cuestión tan sensible como la continuidad o no del mandato presidencial, en el país se dieron cuatro regulaciones diferentes: permitida, pero intermitente (hasta 1991); absolutamente prohibida (1991 a 2004); permitida inmediatamente (2004-2005); y de nuevo absolutamente prohibida (2015). Y, por supuesto, en este contexto no sobraría mencionar la burda tentativa de aprobar hasta una segunda reelección inmediata que se promovió entre 2009 y 2010 y que fue oportunamente impedida por la Corte Constitucional.

En este mismo orden de ideas hay que señalar que otras instituciones constitucionales creadas en 1991 tampoco han corrido mejor suerte. Así ocurrió, por ejemplo, con el Consejo Superior de la Judicatura, un cuerpo novedoso incorporado ese año a nuestro ordenamiento constitucional y que, sin embargo, no alcanzó a durar ni siquiera quince años, pues a través del acto legislativo N° 2 de 2015 se procedió a suprimir uno de sus dos componentes, la Sala Jurisdiccional Disciplinaria, en cuyo reemplazo fue creada la Comisión Nacional de Disciplina Judicial.

3. LA CONTRALORÍA GENERAL Y EL REFORMISMO INSTITUCIONAL
En este contexto, un organismo tan importante como la Contraloría General de la República no podía ser ajeno a esta realidad. Tenemos, pues que con la Constitución de 1991 se le incorporaron importantes reformas estructurales y funcionales, entre las cuales la más sobresaliente fue la sustitución del método de control previo por el posterior y selectivo, consecuencia de lo cual fue la eliminación de las auditorías permanentes en las entidades vigiladas y la prohibición de cualquier forma de intervención en las labores de administración propias de los sujetos de control. En 1991, a la Contraloría se le impuso, además, fiscalizar las labores de preservación del medio ambiente y  presentar un informe anual sobre el estado de los recursos naturales; ese año también se creó el control excepcional sobre los entes territoriales; y se determinó que la vigilancia de la gestión fiscal de la propia Contraloría estaría a cargo de un órgano externo y autónomo: la Auditoría General de la República.

Ese diseño institucional original, dieciocho años después, fue ampliamente reformado en sus aspectos funcionales. Así es, mediante el acto legislativo N° 4 de 2019 se incorporaron importantes novedades en materia de control fiscal, cuyo carácter posterior y selectivo fue complementado con el control preventivo y concomitante que permite actuar en tiempo real y también prevenir la generación del daño fiscal.

Igualmente, la Contraloría General de la República pasó de vigilar y controlar exclusivamente los bienes y recursos de la nación, a gozar de una competencia prevalente (que antes era excepcional), a través de la cual ella puede ejercer control fiscal sobre la gestión de cualquier entidad territorial, efecto al cual se creó la figura del agente interventor para las contralorías territoriales; se estableció como una función del Contralor general dirigir e implementar, con apoyo de la Auditoría General, el Sistema Nacional de Control Fiscal, para unificar y estandarizar la vigilancia de la gestión fiscal; y se ampliaron las facultades de la Contraloría General de la República en materia de policía judicial.

Pese a ese fortalecimiento tan reciente, en la legislatura, que comenzó el segundo semestre de 2022, en el Congreso de la República fueron radicadas cinco iniciativas que proponían modificaciones a la estructura de este órgano de control. De un lado, tenemos los proyectos de acto legislativo 208 y 224 presentados en la Cámara de Representantes; mientras que en el Senado fueron radicados los proyectos 05, 20 y 24. Las cinco iniciativas eran más o menos coincidentes y se ocupaban, esencialmente, de la creación del Tribunal de Cuentas, así como de la forma de elección del Contralor General.

Con lo primero, se da paso a la creación de una autoridad jurisdiccional encargada de las funciones de juzgamiento en materia fiscal, separando así las funciones de investigación y juzgamiento y habilitando a esta instancia para imponer sanciones, incluso a los funcionarios de elección popular, para ajustar de esta manera nuestra legislación a los pronunciamientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Con los otros proyectos de acto legislativo lo que se propone son modificaciones al sistema de elección de las cabezas de los órganos de control en general, entre ellos, lógicamente, el Contralor.

A pesar de que las cinco iniciativas fueron archivadas, de la improvisada presentación de las mismas queda claro que en Colombia padecemos de una sistemática incapacidad para garantizar el funcionamiento de instituciones estables y duraderas. Y esa es una realidad muy grave cuando ocurre a nivel constitucional, porque los consensos en torno de la Ley Fundamental, son una condición básica de funcionamiento de una sociedad bien ordenada.

En este sentido parece mantener plena vigencia una frase muy conocida del siglo XIX y que se atribuye al celebérrimo Miguel Antonio Caro: Colombia es un país epiléptico en materia constitucional. Ya bien avanzado este siglo XXI, parece que lo seguimos siendo.

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