COLOMBIA ATRAVIESA UNA ETAPA DE SU TRANSFORMACIÓN cuyas causas y factores múltiples en el orden interno se manifiestan especialmente en el ámbito de las relaciones económicas para extenderse a toda la estructura social. Lógicamente el advenimiento de la era industrial, por la introducción de la técnica y los cambios en el proceso de la producción, se tiene que reflejar en nuevos módulos de vida y en profundas modificaciones en el campo social, económico y político. A ello se agrega, desde luego, la fuerte expansión demográfica, la presión en la demanda de empleo por las gentes, y la exigencia de un acelerado desarrollo conlleve una actuación pública y privada más decidida en los remedios a los problemas que nos apremian.

Y al estudiar las situaciones que confrontan pueblos como el nuestro, no se pueden dejar de considerar circunstancias de tipo ideológico, especialmente las influencias de pensamiento que han operado en el pasado y están actuando en el presente sobre las mismas. El sistema económico y social del último siglo y comienzos del presente había venido siendo determinado por dos corrientes doctrinales opuestas: el individualismo capitalista de una parte y el socialismo marxista de otra. A finales del siglo XIX, frente a estas dos fuerzas encontradas surge, con vigoroso énfasis, la doctrina social católica que condiciona las soluciones sociales a la superación del juego de la simple ocurrencia y a la instauración de una economía sabiamente ordenada, acorde con el principio superior de la justicia social.

La primera Encíclica de este carácter, la Rerum Novarum de León XIII, aparece precisamente en 1891, cuando las tensiones se habían agudizado al máximo por el apogeo del maquinismo y el surgimiento de la gran empresa, que empezó a ocupar multitudes crecientes e inmensas de operarios. Coincidió con el momento en que la Revolución Industrial se consolidaba, alimentada por una mal entendida libertad económica confiada a la suerte de las simples aspiraciones individuales, que desencadenó dolorosas consecuencias sociales. Dando paso al gran conflicto entre el capital y el trabajo, que a su vez convirtió a la sociedad en un estadio de intereses antagónicos y pugnaces. Se respiraba una atmósfera que parecía no tener más alternativa que el fortalecimiento de las categorías más poderosas con prejuicio de unas clases trabajadoras sin esperanzas de mejora material o cultural, o bien la subversión, sangrienta del orden imperante con miras a instaurar el paraíso de la dictadura del proletariado. El documento pontificio, distante por igual del pensamiento liberal y del marxista, entra a la defensa de las clases pobres para proteger sus derechos y buscar la elevación de sus vidas, desplazando el concepto de la lucha de clases que estaba llevando de manera irremediable al desbordamiento de la cuestión social.

A través de las posteriores Encíclicas, enunciadas entre 1891 y 1962, que coinciden con diferentes momentos de la evolución de la economía contemporánea, la doctrina social católica ha demostrado que si bien se mantiene fiel a los principios inmutables del mensaje cristiano, tiene el poder de actualizarse ante las situaciones históricas concretas. En todos los documentos sociales de la iglesia aparece una íntima ligazón y es así como, haciéndose intérprete de los asuntos que inquietaban a su época, Pio XI en el Quadragésimo Anno, habla ya de la necesidad de cambios institucionales, que más tarde se han denominado reformas de estructuras: señalando los límites de los poderes decisorios que afectan las relaciones entre todos los que participan en las importantes determinaciones de naturaleza económica, como son el sector público, los dirigentes de empresa y las fuerzas sindicales.

Los tremendos impactos que la economía ha sufrido después de la segunda conflagración mundial en virtud primordialmente del acelerado progreso técnico han tenido como efecto contradictorio el de más patente, especialmente en los países atrasados, hondo desequilibrio entre las demandas mínimas de su población y los recursos disponibles para atenderlas. En ese documento admirable que es la Mater et Magistra, que tan honda repercusión ha tenido en todos los ámbitos del mundo y que ha despertado las dormidas conciencias de las actuales clases dirigentes, se convoca una política dirigida a atenuar las diferencias entre las clases y los sectores, restableciendo como la clave sustantiva de la sociedad contemporánea la defensa de la persona humana.

Ese texto de contenido sublime analiza el acercamiento de las clases con miras al supremo bien común y se anticipa a demandas que se atenúen las diferencias entre los medios agrícolas y los sectores industriales, requiriendo orientar hacia las zonas rurales servicios públicos y fórmulas de bienestar, para impedir que la inferioridad de su existencia siga impulsando el éxodo campesino.

Aboga porque la industrialización no vaya acompañada de los penosos fenómenos que sellaron las primeras épocas de la revolución industrial, humanizando las relaciones en la empresa y consolidando los sistemas de seguridad social. Y finalmente, al mismo tiempo que pide reducir los desequilibrios entre las regiones en el mismo marco nacional, no olvida la comunidad que rige los destinos de los pueblos, y aboga por una cooperación internacional, para que aquellas naciones que han quedado rezagadas en el camino del mejoramiento logren sin adicionales traumatismos acelerar el proceso de su crecimiento.

Formamos parte de un mundo en crisis y de una civilización en conflicto, y las circunstancias nos están colocando cada vez más en el centro de la tensión, ya que la guerra fría se ha venido moviendo del sitio distante donde se libraba la contienda para aproximarse a nuestras propias fronteras geográficas.

Si queremos ser sinceros en la expresión de nuestro pensamiento, debemos reconocer que en Colombia, al igual que en estas tres cuartas partes de la humanidad que forman el llamado Tercer Mundo, no menos del 80% de la población tiene un nivel de vida muy inferior al mínimo aceptable calculado por sociólogos y economistas.

Es apenas natural que esa inmensa masa de población tradicionalmente frustrada, engañada y sin ilusiones ya que con el paso del tiempo en muy poco han sido atendidos sus desequilibrios y sus injusticias, tenga una tentación por las soluciones extremas, y se entusiasme con el llamado a movimientos revolucionarios, que desgraciadamente fallan por la ausencia de una responsabilidad constructiva, pues reducen sus planteamientos a la equivocada. hipótesis de que, con el simple espectáculo de la destrucción del injusto orden existente, surge como por encanto un orden distinto. Error este que bien puede conducirnos a una trágica aventura, ya que es un negativismo a ultranza que se limita a ofrecer destruir, sin presentar alternativa alguna para el tránsito hacia una sociedad nueva.

Pero también es evidente que así como surge en tantas mentes una tentación revolucionaria, un poco anárquica y angustiada por otro lado el temor está llevando a muchas personas a una actitud igualmente negativa, y es la del anticomunismo, que no consiste en la respetable y necesaria postura ideológica de oponerse a tal doctrina, sino en causar a todo lo que implique justicia, cambio, modificaciones de situaciones tomadas, desmontar posiciones de privilegio, hacer una distribución distinta o instaurar el sentido de la solidaridad, como expresiones o modalidades identificables con el comunismo. Esa no es ni puede ser la actitud del pensamiento cristiano ante el problema, ni ha sido en ningún momento el criterio que ha inspirado a la iglesia en su lucha sin tregua contra el materialismo marxista, porque es un estado en el que se divisa una raíz egoísta de satisfacción o complacencia con lo existente.

La determinación del católico frente al comunismo debe estar muy lejos de ser simplemente negativa, así como tampoco puede llegar a confundirse con este tipo de “progresismo” que ha invadido ciertos ambientes europeos y de Latinoamérica preferencialmente, que se acomoda a creer que dicha ideología es una etapa necesaria en el curso de la historia y que, por lo tanto, hacia ella fatalmente tenemos que precipitarnos.

Por eso en este conflicto de ideas, de principios y de sentimientos en que la humanidad parece verticalmente dividida, no podemos resignarnos a la fácil posición de repudiar el comunismo, y al negar sus doctrinas pensar que en esa forma hemos cumplido las obligaciones que nos incumben. Lo esencial es modificar la miseria que ha invadido nuestro cuerpo social y que es tan peligrosa como el comunismo, porque casi siempre es precisamente el fermento que hacia él conduce. Lo que tenemos que hacer es comprometernos en un proceso de objetivos manifiestos, en un trabajo constructivo, en realizaciones positivas para quitarle a esa doctrina sus pretextos; cambiar la demagogia vana por obras al servicio de nuestro pueblo; las promesas innocuas por hechos auténticos; superar definitivamente los odios partidistas para entregarnos a implantar un “orden de justicia” como afirma el documento del Episcopado.

La debilidad en la lucha contra las tendencias extremas es en parte resultado de nuestra propia debilidad e inacción, y si nuestra sociedad es llevada a un callejón sin salida, es también porque la tesis que la han inspirado la han colocado de espaldas a la justicia, cuando en la doctrina social de la iglesia tiene las respuestas adecuadas para sortear su atraso y su injusticia.

Hay momentos en la historia de los pueblos en que la tranquilidad del orden se rompe para abrir las compuertas a la fiebre inquieta de las transformaciones. Y es en estas circunstancias, no obstante las mismas contradicciones que encierran, cuando pueden surgir las mayores oportunidades de acción y cuando el vínculo creador de energías sociales siente más la necesidad de sumar voluntades que comprometan a la sociedad en nuevas empresas y programas que la liberen del estancamiento en que se encuentra, llevándola hacia una perspectiva que complete oportunidades diferentes.

Esta comunión de anhelos y propósitos orientados hacia realizaciones y proyectos concretos, obliga a hacer de la política un diálogo en que los gobernantes deben oír, atender los movimientos disímiles de la opinión, pero comprometiéndose a fijar las metas y señalar las vías políticas, sociales y económicas adecuadas para alcanzarlas.

Y por ser precisamente la política moderna un diálogo, es por lo que la gestión en el ámbito económico y social no se puede entender como una función o una carga privativa del poder público, sino que, por el contrario, ella debe ser la resultante de la acción ordenadora del Estado y de la presencia de la iniciativa privada en busca del interés comunitario. Y difícilmente puede existir un concepto que se haya incorporado más honradamente en el anhelo de los pueblos nuevos, que el desarrollo, palabra que ha dejado de ser un término común para convertirse casi en un afán obsesivo de una corriente numerosa de la población. No pretendo, dentro del espacio de por sí limitado de una charla, entrar a analizar las facetas que determinan que el desarrollo sea para todos una inmodificable prioridad en nuestras inquietudes. Pero sí cabe mencionar un punto que ha sido tema de meditación en pasadas semanas y es de la velocidad y la dinámica con que nuestra población viene en aumento, y que implica que mientras hemos requerido todo el curso de nuestra existencia como nación para alcanzar la población actual, en virtud de la tasa demográfica presente ella será doblada en el lapso cortísimo de los 20 años venideros.

Esto significa que en tan corto tiempo tendremos que estar en capacidad no solo de alimentar, educar, y dar vivienda a la población de hoy, sino también a ese volumen creciente de nuevos seres. Y crear igualmente oportunidades en el campo, la industria y los servicios, para absorber en trabajo útil esa nueva fuerza laboral, si no queremos que comience su vida en la tremenda angustia de la frustración y el ocio.

Pero, además, este impresionante desenvolvimiento demográfico, da origen a un hecho que si bien encierra posibilidades insospechables, también puede representar para el país motivos adicionales de tensiones y conflictos, y es la circunstancia de que, de acuerdo con estadísticas aproximadas, cerca del 48 % de nuestra población actual es menor de 18 años. Este dato en sí frío, para mí ha sido siempre motivo de reflexión, pues tengo la impresión de que el país no se ha detenido a meditar lo que significa que 8 o 9 millones de colombianos integran ese núcleo de generación joven. Son personas que han nacido en medio de la más violenta pugna de los partidos y a quienes les ha correspondido ser espectadores del más tremendo drama ideológico y de la conmoción misma de nuestras vulnerables estructuras.

Pero para que el desarrollo sea realmente un ideal nacional, una tarea “que rompa la inercia de tantos frentes a la urgencia del mismo”, como dice el documento Episcopal, no se puede llevar a cabo en el vacío, sino en una matriz que contenga valores sociales que le den al crecimiento persistencia y continuidad necesarias, porque el proceso del progreso no es exclusivamente económico; es la sociedad entera la que cambia y se pone en movimiento.

El desarrollo, en su moderna concepción, está indisolublemente vinculado con la justicia social, y solo en esta forma se puede elevar a ser una empresa de dimensiones nacionales. La riqueza de un pueblo no se puede medir, únicamente, por la abundancia de bienes, pues lo que se persigue es una política de bienestar en que a través de la mejor distribución de los mismos logren ser partícipes todas las clases sociales.

MISIÓN COORDINADA
Esta búsqueda del bienestar social, por lo demás, tiene que responder a una misión coordinada del poder público con la iniciativa privada, actuando cada uno dentro de las esferas respectivas de su motivación.

El hecho es que el ámbito propio de la actividad social y económica solo se perfecciona con la presencia paralela del Estado y de la voluntad ciudadana, dentro de definidos límites de competencia y de claras responsabilidades en cuanto a las exigencias del momento.

Al Estado le corresponde promover, integrar, dirigir, pero sin llegar a absorber o destruir a los miembros del organismo social y, a su vez, a los particulares les corresponde también poner sus fuerzas sin egoísmos al servicio del bien común. El impulso al desarrollo “implica la participación de todos los ciudadanos”. Nos recuerdan los obispos colombianos, y más en un país pobre con necesidades múltiples e inmediatas.

Incuestionablemente, uno de los signos de la época es la manifiesta tendencia hacia la solidaridad social, que exige la cooperación de los individuos y las clases en la ingente tarea de construir una sociedad realmente humana.

Esto hace que las realizaciones de carácter colectivo que comprometen el espíritu nacional, muy difícilmente puedan ser logradas individualmente y requieren en cambio la conciencia de que solo cooperativamente es posible construir un orden social, y que solo mediante la conjugación de esfuerzos se pueden atender los complejos problemas que configuran la situación presente.

El proceso económico logra su armonía en la coincidencia entre la libertad que demanda la iniciativa personal y la solidaridad colectiva, pues sin la presencia creadora de la persona, el cuerpo social se estanca, pero sin la necesaria cohesión que surge del entendimiento de los grupos, el hombre individualmente considerado está condenado al fracaso.

La encíclica Mater et Magistra, al acoger un análisis extenso sobre la función de la iniciativa privada en relación con el orden económico y social, dice, según la sabia expresión del Pontífice que esta tiene la misma manifestación “si el hombre actúa por sí solo, cuanto si lo hace asociado con otros para el logro de los fines comunes”.

De modo que lejos de reforzar el individualismo solitario y aislado, el documento contempla la integración creadora del hombre, mediante el ejercicio de su actividad a través de entidades que le dan contextura a la comunidad política. Allí está la base para superar ese enfrentamiento de hombre y Estado que forma el credo del liberalismo clásico para abrir el paso hacia una estructura social de tipo pluralista que lleve a la armonización entre la intervención de los poderes públicos y los deberes de los entes privados.

No hay organización social que persista si no se frena simultáneamente el exceso desbordado del poder y el choque de los egoísmos particulares. Es en la compresión recíproca, en la intercomunicación de Estado y sectores, de gobernantes y gobernados, como se obtienen unas instituciones que además de ser estables le den piso al entendimiento que el país requiere.

Si se sigue el itinerario que han conformado las sociedades contemporáneas se puede fácilmente concluir que a medida que las fuerzas sociales se consolidan y que los Estados comienzan a superar las situaciones de miseria y penuria, la integración nacional se realiza con menores dificultades y los antagonismos se comienzan a debilitar. Es innegable que en la honda diferencia entre los anhelos de un pueblo y la escasa posibilidad de satisfacerlos se encuentra uno de los móviles más poderosos para la insatisfacción y el afloramiento de toda clase de conflictos, y que cuando el avance de las naciones va acercando la posibilidad de atender el ansia de mejoramiento de las clases, las radicales líneas del descontento tienden a desaparecer y la lucha social presenta contornos menos radicales.

*Resumen de su intervención en el ciclo de conferencias organizado por Acción Cultural Popular, con motivo de las conclusiones de la Conferencia Episcopal.

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