LA MÁS GRANDE DE NUESTRAS LIMITACIONES la constituye, en nuestro tiempo, la falta de divisas. Somos, entre los países de América, uno de aquellos cuyas exportaciones generan un menor número de dólares por habitante. Yo mismo, en conferencias internacionales, tuve ocasión de poner de presente cómo, mientras otros países que no figuran entre los más ricos del continente tenían un ingreso por cabeza vecino de los US$150, Colombia apenas alcanza a una suma que oscila entre los US$35 y los US$45, en épocas de bonanza.

Nos quejábamos igualmente de que la naturaleza no nos había deparado grandes riquezas minerales, como el petróleo, el cobre, el estaño, el oro, que en otras comarcas constituyen una fuente de divisas a la que solo hace falta incorporar capital. Contamos, es verdad, con una muy considerable riqueza en carbón, aún no explotado, pero que con el transcurso de los años se valoriza, a medida que, como fuente de energía empieza a competir con otros combustibles.

El precio del petróleo, siempre en ascenso en los mercados mundiales, nos demostrará, en tiempo no lejano, cuán valiosos son los yacimientos que desde La Guajira hasta Santander o en el Litoral Pacífico, guardan las entrañas carboníferas de nuestro subsuelo. Otro tanto podemos esperar del oro, ahora cuando su precio internacional vuelve a hacer remunerativa su explotación. Son todas razones para que nuestra constante fe en Colombia no desfallezca, sino que encuentre motivos para acrecentarse.

PRIVILEGIADO REGALO DEL DESTINO
Con todo, el mejor regalo con que nos favoreció el destino ha sido nuestra privilegiada agricultura. Es la explicación de porque, no obstante, un tan reducido ingreso de dólares por habitante como el que acabo de señalar, Colombia puede subsistir dentro de una estrechez de divisas que sería intolerable para otros países. No necesitamos importar alimentos, salvo para un reducido número de productos o en épocas de calamidades públicas. Un cinturón agrícola y ganadero nos sirve de coraza contra la mayor amenaza que se cierne sobre los países en vía de desarrollo: el hambre.

Al contrario, somos exportadores de productos agrícolas y pecuarios principalmente el café, el algodón, el azúcar, el tabaco y algunos otros de menor importancia y, de vez en cuando, arroz y maíz. La demanda exterior para nuestro ganado, que hasta hace tres años cuando firmé como Ministro de Relaciones Exteriores el Convenio con el Perú, para vender 15 millones de dólares anuales, no mantenía un flujo constante, es hoy una realidad. Otro tanto podría decir de nuestra industria azucarera que, a pesar de los ingentes esfuerzos de la empresa privada por ensanchar su capacidad, no puede cumplir a la vez con la cuota norteamericana, el mercado mundial y el mercado interno, después de firmado el Pacto Mundial del Azúcar. Y que decir tratándose de la más reciente de nuestras exportaciones, de la producción de flores ornamentales, rosas, claveles, crisantemas, o de las nuevas variedades del banano, que contando con una suficiente protección del Estado para su transporte, su financiación, su embalaje, podrían llegar a alcanzar proporciones comparables a las del algodón, sin afectar en modo alguno los requerimientos del mercado doméstico.

UNA REALIDAD SIEMPRE OLVIDADA
Como consecuencia de la obsesión con nuestra balanza de pagos que corresponde, desde luego, a un problema real, nos hemos ido creando una deformación óptica con respecto de cuál es la verdadera riqueza colombiana. Olvidamos que los grandes países de nuestro tiempo empezaron su despegue por el sector agrícola. Es el caso de los Estados Unidos, la Unión Soviética, Canadá, Francia, aun de la propia Inglaterra, en la época preindustrial. En Colombia todavía el 30 % de nuestro producto bruto lo constituye la industria agropecuaria: $42.295 millones en 1971.

Pero, aún en materia de exportaciones, no obstante, el crecimiento de las manufacturas, los minerales y los servicios, las cifras de la agricultura son las más significativas. En la década del 60, el 78 % del total corresponde a la agricultura y entre estos productos el 86 % al café.

Cabe observar, además, cómo la naturaleza es lo menos centralista que existe en Colombia. No hay región que no contribuya en alguna forma al componente agrícola del ingreso nacional, a diferencia de lo que ocurre con los minerales, el petróleo o la industria, circunscritos a determinadas regiones.

Una última consideración bastaría para relevar todavía más la magnitud de nuestra agricultura. ¿Cuánto vale la alimentación de 23 millones de habitantes de día en día, en términos de los productos de subsistencia? No creo aventurado predecir que la sola población ganadera, incluyendo la producción de leche y de carne vale tanto o más que la producción de café. En 1968 el valor de la producción cafetera era de $4.070 millones y el de la producción agropecuaria de $27.643 millones. El hecho de que solo en épocas recientes comience a prestársele una atención al renglón de la ganadería por parte del Estado sirve para abonar mi aserto de cómo la preocupación por la balanza de pagos no nos deja ver muchas veces el conjunto de nuestra riqueza.

Por otros aspectos, como desde el punto de vista social, podemos también apreciar la importancia de la agricultura. El mayor problema nacional, al lado del desempleo, es el alza en el costo de la vida. La vertiginosa carestía del mínimum esencial, que las amas de casa llaman el mercado y los economistas “la canasta familiar”, lo constituyen el vestido, los alimentos, el calzado y, en las ciudades, las drogas y los arrendamientos. No obstante, cuanto se diga sobre especulación, acaparamiento y otros términos semejantes, la verdad es que estos fenómenos son propios o solo florecen cuando hay escasez. Cuando hay superproducción, como en el caso del café, lo llamamos retención. Cabe preguntarse, entonces, cómo, si no es en términos agrícolas, puede ponerse un dique al alza en el costo de la vida, estimado hoy en cifras comparables a las de aquellas naciones que llevan la mayor marca en la inflación. Según estadísticas extranjeras sobre el alza en el costo de la vida, vamos de terceros, después de Argentina y de Vietnam. Los trofeos, que no alcanzamos en los Juegos Olímpicos de Munich, los estamos ganando en los estadios de la vida cara.

LAS OBSESIONES HACIA OTROS SECTORES
Muchas son las razones para explicar la insuficiencia crónica de la producción agrícola. El año pasado fue el invierno. En 1936, el temor a la ley de tierras. Hace 40 años, el éxodo de los campesinos, atraídos por las obras públicas de la administración del General Ospina, que obligó a dictar la ley de emergencia para importar alimentos.

Lo cierto es que la agricultura se ha visto sometida a un tratamiento de disfavor, no obstante, la importancia que, como lo acabo de destacar, tiene en la vida nacional. Disfavor que se manifiesta, según las distintas épocas, por la obsesión oficial con determinado sector.

Cuando Colombia era un país minero, en la época de nuestros abuelos, la poquísima intervención del Estado se reducía a proteger y estimular este sector. Es un episodio ya olvidado de nuestra historia patria el hecho de que nuestras exportaciones eran principalmente mineras y el de que en años como el de 1930, importamos la quinta parte de nuestros productos agrícolas, que hoy producimos con una población cuatro veces mayor.

Vivimos ahora –y yo lo celebro– la era de las exportaciones. Mientras un ciudadano opte por exportar tiene abiertas las puertas del crédito y el apoyo oficial, en forma que explica ampliamente el auge de esta rama de la actividad nacional. Prefinanciación, crédito barato, subsidio de exportación, en la forma del CAT, una constante tasa diferencial del cambio, oficinas en el exterior como Proexpo, prestando ayuda a nivel local para conquistar mercados en varios continentes.

El interés del capital que puede obtenerse para la industria de exportación, merced a las disposiciones de la Junta Monetaria y a las facilidades de los proveedores extranjeros, llega al 8 %, mientras el interés del Crédito para la ganadería o la industria para consumo nacional es del doble o, cuando se llega a los préstamos extrabancarios, del triple, o más.

Tratándose de la agricultura no es únicamente la tasa de interés que figura en uno de los parágrafos del respectivo contrato, sino que es necesario contabilizar, entre los gastos que lo aumentan la supervigilancia de los agrónomos y la obligación de invertir un porcentaje de ciertos préstamos en mejoras cuya rentabilidad no tiene carácter inmediato.

Por otra parte, la protección industrial, tratándose de los insumos agrícolas, distintos de la maquinaria pesada, como son los abonos, herbicidas, pesticidas, etc., obliga a los agricultores a recargar sus explotaciones con el consumo forzoso de artículos muchas veces más costosos que los que antes se importaban y, peor aún, de inferior calidad cuando no de probada insuficiencia. Sería pertinente considerar la posibilidad de ir rebajando la protección, que ha creado verdaderos monopolios para estos productos, a medida que la industria doméstica vaya consolidándose y pueda vender sus productos a precios de niveles internacionales.

Por último, la intervención de funcionarios y empleados públicos, con conocimientos teóricos, pero sin experiencia en el campo, entorpece frecuentemente la tarea del agricultor. Si existe algo probado en materia de agricultura, como viene sucediendo en Cuba, es la imposibilidad de alcanzar igual productividad con cultivadores que se sienten empleados públicos y con empresarios privados.

¿QUIÉN HARÁ LA REVOLUCIÓN VERDE?
Otro impacto del futuro será la llamada “revolución verde”. La multiplicación insospechada de los rendimientos agrícolas como consecuencia de las nuevas variedades de semilla, de los abonos y de los fungicidas de más alta eficacia. El gran dilema colombiano será el de si tal revolución se implantará en nuestro suelo a través de la empresa privada o de las agencias del Estado. No creo que la respuesta se encuentre en ninguno de los dos extremos. Siempre será necesaria la vigilancia y la cooperación del Estado, particularmente, para evitar una monumental desorganización de las gentes que dependen de la agricultura. No contamos, por otra parte, ni con los recursos ni con la experiencia para que estos frutos de bendición de la creatividad humana, como son las nuevas técnicas agrícolas, puedan beneficiarnos en gran escala, sino a través de empresas privadas.

En el mismo orden de ideas, el problema del riego y de la desecación desempeñarán papel primordial, para recuperar porciones del territorio nacional hasta hoy desaprovechadas. De ahí que yo haya insistido, en forma constante, en la necesidad de desvincular del Incora las obras de infraestructura hidráulica. Al lado del Incora, dotado con recursos propios para resolver el problema social agrario, debe existir un ministerio o un instituto de recursos hidráulicos, con presupuesto propio, que termine y corone las obras emprendidas por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, donde quiera que ello se justifique. Error imperdonable sería abandonar las obras en proceso de ejecución, que contribuirán a incrementar nuestra productividad agraria.

REFORMA AGRARIA Y AGROEMPRESA
El tema de la reforma agraria es quizás aquel que divide más hondamente a los colombianos. Supera las fronteras políticas y las rivalidades regionales. Difícilmente se encuentran dos personas que coincidan totalmente en la apreciación de este tópico.

Tan próximo como he estado yo de las ejecutorias del presidente Lleras Restrepo durante su gobierno, aún no suficientemente apreciadas por la totalidad del país, tengo que confesar, honestamente, que no coincidimos enteramente como ocurre entre todos los colombianos, en algunos aspectos de la cuestión agraria, como es el que acabo de mencionar respecto de la desvinculación del problema de los recursos hidráulicos y la solución del problema social agrario.

El uso del azadón y del estiércol por cuenta del patrono, a través del peón, era igual al del uso de los mismos elementos por el propio peón, con indudable beneficio para este último, al entregarle su parcela. En nuestros días, las explotaciones, principalmente aquellas que pudiéramos calificar de agroindustriales no revisten las mismas características, demandan capacidad empresarial, crédito en abundancia, conocimientos de orden técnico, selección de semillas y de insumos. Y, si es cierto que se puede subdividir la tierra que hoy es un elemento en ocasiones menos valioso que la propia cosecha, no se puede hacer otro tanto con la capacidad empresarial o crediticia o con los conocimientos técnicos, porque quedarían con lo menos, que sería la tierra, los campesinos.

Del mismo modo, sobre la agricultura de subsistencia, localizada principalmente en las laderas, como también ocurre con el café, constituye una gran desviación de criterio pensar que se trata, como ocurrió hace muchos años, de latifundios, cuando, por excelencia se trata de una explotación minifundista, en proporciones que se agravan cada día. Otros productos, que yo he calificado de agroindustriales, con excepción del arroz, como son el algodón, el azúcar, el ajonjolí, la palma africana, no ueden ser explotados en pequeña escala y sería necesario concebir las formas de organización y tenencia que permitan un mayor ingreso para los campesinos con un moderno criterio de empresa.

No es menos cierto por ello la existencia de un problema social agrario, que se explica por las relaciones entre la población y el territorio. Este último sigue siendo el mismo, mientras la población aumenta al duplicarse cada veinte años. Dando por cierto que existen los agitadores, que hay errores de diagnóstico, que se han presentado fracasos en la ejecución de una política de dotar de tierra a los campesinos, no podemos cerrar los ojos ante la realidad.

PROPIEDAD E INGRESO RURALES
La distribución del ingreso en Colombia está entre las más inequitativas del mundo. Y dentro del país la distribución del ingreso es más inequitativa en el sector rural que en el urbano. Mientras que en 1964 el 10 % de la población urbana con mayores ingresos recibía el 40,5 % de los ingresos totales del sector urbano, para el sector rural el 10 % con ingresos superiores recibía el 51 % de los ingresos totales del sector rural.

La distribución del ingreso en el país está relacionada con la mala distribución de las oportunidades de la educación, el nivel de desempleo, la tasa de crecimiento demográfico y la mala distribución de la propiedad. En el sector rural este último factor, la distribución de la propiedad, es un determinante de la distribución del ingreso.

La mala distribución de la propiedad determina una mala distribución del ingreso. Esto ocurre en mayor grado en una sociedad como Colombia que en una sociedad industrial madura como Suecia o Inglaterra. En Colombia las rentas de trabajo representan apenas la mitad (aproximadamente) del ingreso total correspondiéndole a rentas de trabajo la otra mitad. Por tanto, si el capital está mal distribuido, la distribución del ingreso quedará afectada negativamente en una proporción considerable. En una sociedad industrial madura en la que las rentas de trabajo constituyen la mayor parte del ingreso total, una distribución inequitativa del capital afecta menos fuertemente la distribución global del ingreso.

No podemos poner en peligro lo que yo he llamado esa coraza de nuestra economía frente a la escasez de divisas, que es nuestro autoabastecimiento agrícola. Ni los propietarios ni los campesinos, dentro de la composición de las fuerzas políticas de Colombia, van a poder imponer en muchos años una solución extrema. ¿No será posible encontrar una vía media, a los colombianos, entre el socialismo y el capitalismo que permita trabajar a unos y otros, en lugar de un forcejeo que solo crea incertidumbre?

Sobre cuatro cuestiones esenciales va a ser necesario ponerse de acuerdo: a) la forma de aligerar los procedimientos legales para la expropiación de los predios, definiendo qué se entiende por “adecuadamente explotado” y limitando el derecho de exclusión según la clase de cultivos; b) fijar la cuantía y la forma de pago compensatorio de las expropiaciones; c) obligar a todos los colombianos a participar económicamente en la solución de un problema que no es exclusivo de un solo sector sino que es nacional; d) establecer las formas de organización de los campesinos, cooperativas o empresas comunitarias eficientes, que sustituyan a los antiguos propietarios.

No creo que nadie se oponga a una reforma agraria. La paz pública la demanda. La alternativa no está entre el estancamiento y la reforma, sino entre una reforma operante y una que no funcione. Si por las vías de la reforma no se procura el mejoramiento en la tenencia de la tierra, no es imposible que los propietarios acaben perdiendo sus fundos sin ninguna clase de compensación.

Las revoluciones no se hacen indemnizando a las clases desplazadas. Puesto que he sido honrado con la invitación a participar en este foro, quiero invitar tanto a los propietarios como a los usuarios, a contribuir a solucionar el problema del campo colombiano con una reforma que funcione.

Una política agrícola: eso es lo que necesitamos. Parecería que es un poco tarde para pensar en ello, que el país ha envejecido sin haberla tenido, que se ha aclimatado con la idea de no tenerla.

HACIA UNA ECONOMÍA DE SUBSISTENCIA
Esto, claro, no es de ahora. Los colombianos estuvimos, desde un principio, dominados por la obsesión de la subsistencia. Cuando llegaban a una de nuestras costas los primeros pobladores hispánicos, encontraban agua y frutas. Muy pronto tuvieron animales domésticos aclimatados. Eso parecía satisfacer sus anhelos de bienestar. Quedaba el apetito del oro y las piedras preciosas, que era un motor recóndito para quienes ya habían resuelto su problema vital y jugaban también, a la suerte, la posibilidad de un encuentro inesperado con la fortuna.

Así se hizo Colombia. Una gran voluntad de subsistencia a sabiendas de la hostilidad del medio circundante, exorbitante y solitario fue ampliando el ámbito de la colonización. Saber estar, seguir viviendo eran los móviles comunes. Pobladores llenos de resignación, no exentos de heroísmo. Eran muchas las penalidades que debían soportarse para que la Nueva Granada no fuera una factoría donde los comerciantes llegaran a tratar con los nativos y luego se fueran.

El arraigo de nuestros colonizadores se hizo prontamente provinciano y creó su propio microcosmos. Si se había logrado estar ahí, en los vallecitos boyacenses, en las colinas de Nariño, o acaso en alguna ribera de nuestros ríos cálidos, ya se estaba cumpliendo el destino. La simple subsistencia, así fuera precaria, era un objetivo logrado. Pienso que esta forma vale-rosa, pero de antemano resignada, como se realizó la apropiación económica de nuestro territorio, creó la mentalidad introvertida y sin prospectación que ha dominado todo nuestro desarrollo agrícola.

Cómo nos hace de falta que algún día haya una política agropecuaria. Yo no creo que sea una empresa demasiado difícil, ni menos aún, inalcanzable. Porque tener política es tratar de salir de ese acomodo blando ante las circunstancias del presente. Es decir, es una primera actitud de inconformismo con la economía de subsistencia.

Hay hazañas de nuestro desarrollo que pudieron tener la condición de políticas agropecuarias, aunque no fueran plenamente conscientes, por el hecho de que, por lo menos, tuvieron algunas metas: la aclimatación del ganado y del trigo, la explotación de las quinas, las plantaciones de banano, la conquista del Quindío y su desarrollo cafetero. En esos casos hubo propósitos, así fueran circunscritos a cada uno de los campos. Lo importante fue que las gentes creyeron que en cada uno de esos esfuerzos podía haber una esperanza de redención. Era, al fin y al cabo, un anhelo de romper el círculo de la economía de subsistencia, aunque después, por falta de una prospectación nacional, la ganadería, el banano, el café terminaran siendo también unas formas de subsistencia abocadas a la resignación.

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