HISTÓRICAMENTE COLOMBIA ha sido reconocida como una economía ortodoxa y disciplinada en el cumplimiento de sus obligaciones externas. En los años 90, cuando los temibles efectos tequila (1994), samba (1998) y tango (2001) recorrieron América Latina, y la crisis económica golpeó a Colombia con una reducción del 4 % de su PIB, el pacto fiscal entre la nación y las entidades territoriales sufrió una profunda modificación, pues si no defendíamos la salud fiscal, el desequilibrio macroeconómico arrastraría a las entidades territoriales, como ocurrió con la caída de las llamadas transferencias entre 1999 y 2000.

Así, con el telón de fondo de las crisis financieras de las economías emergentes de los 90, Colombia creó uno de los marcos de disciplina fiscal territorial más estrictos, reconocidos y destacados por las entidades financieras internacionales.

Como consecuencia, 20 años después, las entidades territoriales presentan una apreciable salud fiscal, por lo menos en promedio. El endeudamiento territorial está muy lejos de ser un factor de riesgo macroeconómico, aun bajo la peor crisis económica del último siglo.

Pero esto ha ocurrido a costa de castigar el financiamiento como una fuente de apalancamiento para el gasto territorial, y podría ser, tal vez, el mayor de los actuales errores en el manejo fiscal subnacional. La alta aversión que las entidades territoriales colombianas tienen frente al crédito nos lleva, como sociedad, a desperdiciar uno de los mecanismos más tradicionales para traer flujos futuros de dinero y aplicarlos a la transformación de las condiciones de vida de las comunidades locales.

Mientras que para el 2019, 374 municipios reportaron el desembolso de nuevas operaciones de crédito público, para el 2020 solo 103 adquirieron nueva deuda. Por supuesto, aunque en este último año hay un efecto innegable de la pandemia, para las últimas tres vigencias (2018-2019-2020), 503 municipios (45 %), no hicieron uso de nuevo endeudamiento por la vía de operaciones de crédito público. Esto a pesar de que para la vigencia 2020, 1092 municipios (99 %) presentó superávit corriente y 816 (73 %) superávit total.

La tesis sobre la cual se erige la Ley 617 de 2000, y que consiste en obligar a las entidades territoriales a obtener superávit corriente, tenía lógica en un momento en el que Colombia buscaba tomar distancia de los casos de Brasil y Argentina, cuando la deuda de sus estados fue uno de los factores que desencadenó las crisis financieras en esos países. Veintidós años después, la realidad es muy distinta.

Por un lado, la generalidad de las entidades territoriales tiene un endeudamiento controlado, y la deuda pública territorial representa solo el 1,73 % del PIB, por el otro, estamos obligados a superar la peor de las crisis económicas de la historia, una que no fue financiera sino real: la casi detención del aparato productivo global y la puesta en marcha del instrumento económico, después de los confinamientos, ha traído un fenómeno de crecimiento más inflación que está poniendo a prueba hasta las economías sólidas.

En este contexto, en el que en la mayoría de las regiones de Colombia el Estado (municipio y gobernación) es el principal generador de empleo y, posiblemente, el único factor que puede movilizar la demanda, la lógica de obligar por ley al superávit corriente territorial está mandada a recoger.

Es más, estamos tarde para meterle mano profundamente a los límites de la Ley 617 de 2000 y a su principal y más inútil herramienta: la categorización municipal.

Como absurdo sería pedirle a cualquier ciudadano que compre vivienda solo ahorrando, absurdo es esperar que los municipios impulsen transformaciones profundas, estructurales sin acudir al financiamiento.

Para no ir más lejos, ¿sería viable el metro en Bogotá sin endeudamiento? No, punto. ¿Alguien duda que el metro en Bogotá es necesario? No, nadie, punto. ¿Necesitamos endeudarnos para hacer el metro en Bogotá? Sí, punto.

Por supuesto que no todas las políticas de desarrollo implican la formación bruta de capital fijo, pero muchas de las transformaciones que requieren nuestros territorios sí demandan bienes físicos colectivos: vías, puentes, centros de transformación productiva, centros de investigación y ciencia, colegios, hospitales, centros deportivos, terminales de transporte, de carga, plazas de mercado, plantas de beneficio animal, redes de servicios públicos, conexión a Internet y tantos ejemplos más.

Un buen gerente público, entre otras, logra estructurar una sana matriz de financiamiento, en donde el apalancamiento a través de crédito se incorpora en la proporción adecuada para generar rentabilidad financiera y social, en donde la capacidad de endeudamiento del ente territorial dicta el límite de un adecuado perfil de deuda.

Siempre que los recursos sean aplicados a proyectos de largo aliento que transformen las condiciones de vida y que mejoren las del territorio para producir riqueza, estaremos a la vez incrementando la capacidad de generación de ingresos del municipio y desatando un círculo virtuoso. Conclusión: Reforma de la Ley 617 de 2000 ¡ya!

RELACIONADOS